martes, 19 de enero de 2021

El blues del adiós.

                                              

 

                                      Por  Marlon Meza Teni

 

Tengo 18 años y aún vivo en Guatemala. Mi amiga Carolina Palomo me da un casete y me dice que tengo que escucharlo. Es una suite para flauta clásica y trío jazz de un compositor francés llamado Claude Bolling. La pongo en la grabadora cuando estoy por dormir, y desde las primeras notas la flauta, en un juego de humor con un piano -algo nunca antes escuchado-, un contrabajo y una batería, me transporta y remueve la sangre a tal punto, que no dejo de pasar la cinta hasta la madrugada. Magia pura. Estamos a mediados de los años ochenta y yo he encontrado una suerte de ídolo musical que manda a segundo plano mis gustos por Chopin, Oscar Peterson, Led Zeppelin, Pink Floyd y Bob Dylan. Aquella música devuelve garra a una vida que me parece asfixiante y rompe con esa cotidianidad propia de las dictaduras, en donde planea un ambiente de muerte, desempleo y secuestros políticos por todas partes. Son los años de las masacres en los pueblos del Occidente y en la Capital han asesinado a muchos estudiantes universitarios con quienes alguna vez  yo había compartido un asiento en el bus o en un aula de la facultad. Salvo los libros, el piano y el fútbol nada me interesa, hasta esa noche de abril cuando descubro la música de aquel compositor francés.

Abandono por completo mis estudios de arquitectura, me inscribo en el conservatorio, sin querer gano un concurso que tiene como premio una beca para Francia,  mi vida da un giro repentino y dos años después estoy estudiando música en París. Mi profesor de clásico me fija objetivos precisos. Paso, de manera obsesiva, hasta diez horas diarias con el piano, incluyendo los fines de semana, y los pocos instantes que me otorgo para hacer algo distinto de Bach, Beethoven o Schubert es para aprender las partituras de Claude Bolling que siempre llevo conmigo. Tengo todas las suites en donde el swing del piano acompaña tanto a un violín, tanto a una flauta, un violonchelo, una trompeta, los conciertos para  guitarra, las sonatas. Todo en la música de Bolling para mí es tierra de excepción.

Llegada la primavera y el fin de mi primer año escolar, me atrevo a mencionarle a mi tutora en la oficina de becados mis gustos por el jazz, y mi sorpresa es enorme cuando me cuenta que Claude Bolling vive en Francia, no en los Estados Unidos como yo creía, y que también enseña en un conservatorio regional cuando no está de gira. A menudo toca en el famoso club de jazz  Le Petit Journal de Montparnasse y en Le Petit Journal Saint Michel. Luego, me advierte que ni lo piense, pues mi beca tiene límites, y yo demasiado trabajo hasta alcanzar el nivel de la École Normale de Musique en donde me han inscrito. Le aseguro que no estoy pensando en meterme a más líos. Es cierto.  

Claude Bolling, el saxofonista Don Byas, y el trompetista Roy Elrdige

El frío en estas latitudes termina en mayo con la nieve aún derritiéndose en los parques, y durante las vacaciones de verano viajo por Europa con mi mochila y un walkman en donde sigo oyendo aquella música que en los Estados Unidos han bautizado como crossover. La escucho en los trenes mientras veo pasar pueblos por las ventanas y en las ciudades a donde llego, pensando en que a la vuelta del ciclo escolar de septiembre iré al conservatorio de Rueil- Malmaison para conocer al músico famoso y pedirle que autografíe mis partituras y sus discos. Para entonces ya conozco su trayectoria artística y los hechos más sobresalientes de su carrera. Los cronistas norteamericanos califican a Bolling como un niño prodigio del piano que a los catorce años había acompañado a Lionel Hampton, a Roy Elrdige, a Rex Stewart; a los dieciséis había formado su primera gran orquesta, y a los dieciocho grabado su primer disco. Apenas pasada la adolescencia fue alumno, y más tarde amigo de Duke Ellington, que acaba admirando su labor como compositor y arreglista, y se convierte en uno de sus fans, lo cual le vale que el escritor francés Boris Vian lo apode amistosamente Bollington, antes de abrirle las puertas y la dirección musical de estrellas como Brigitte Bardot, Juliette Greco o Henri Salvador. Después de un concierto en 1947, Louis Armstrong le asegura: “Your piano is something I’ll always remember”.  Durante una velada parisina, Dizzy Gillespie se acerca a su esposa, Irene, para decirle “Your husband is a genius”. En el París de la década de los años 50, Claude Bolling se convierte en el pianista de jazz más popular y escuchado en los subsuelos del Club Saint-Germain, Le Vieux Colombier, Le Caveau de la Huchette. En 1956 animado por Duke Ellington y Boris Vian forma su propia orquesta, que existirá por más de sesenta años y romperá con todos los records de longevidad en Francia. Los  cineastas empiezan a disputarse su talento de compositor de música para cine también por aquel entonces. La aventura de las suites para instrumentos clásicos y jazz no empezará sino hasta la década de los años 70, como simples desafíos musicales escritos por amistad con los mejores intérpretes clásicos: Jean Pierre Rampal, Alexandre Lagoya, Pinchas Zukerman, Yo-Yo Ma, Maurice André. La suite para flauta y piano que había cambiado mi percepción de la música, romperá récords de ventas y se mantendrá encabezando la lista del Billboard norteamericano durante 530 semanas. Alain Delon y el cineasta Jacques Deray se empeñan en adquirir los derechos de uno de sus temas que se convertirá en la música de la película  ‘Borsalino’, y pronto en una de las melodías más difundidas en todo el planeta.
Claude Bolling, Brigitte Bardot, y el saxofonista Don Byas en el Club Saint Germain

SEPTIEMBRE DE 1986

Una mañana me anuncian por teléfono que puedo asistir, como oyente libre, al examen de candidatos anuales que Claude Bolling pasará para su clase de piano-jazz y escritura musical en el conservatorio de Rueil-Malmaison. “Esta vez solo hay tres lugares disponibles, porque dos vienen del anterior, y tres no lograron llegar a fin de año”, me asegura la secretaria, y al oír esto imagino a tres seres cayendo sin paracaídas desde lo alto de un avión en el mar. Al lado de la ventana hay un jardín japonés. Una puerta se abre y lo veo entrar al auditorio. Es un hombre de mediana estatura y una mirada  azul que nunca sale en las fotografías de la prensa ni en sus discos. No estoy ahí como candidato pero me tiemblan las piernas. Desde una butaca veo desfilar a todos los aspirantes que se secan las palmas de las manos y se truenan los huesos de los dedos antes de contar alguna historia personal y sentarse por fin a tocar como concertistas. Lo veo a él, el compositor de la suite para flauta y piano, muy sonriente con las chicas y en franca camaradería con los dos que lograron terminar el año anterior. Después de que todos han pasado, sin saber cómo, me animo a preguntar si puedo intentarlo. Él se voltea, me sonríe y hace un gesto señalándome el asiento del piano de cola. Le digo que vengo de Guatemala, y él me dice amable que no importa de dónde vengo. Le digo que estudio piano clásico en París, me dice que me felicita. Le digo que no hablo aún bien francés, me dice que no es clase de idiomas y que diga lo que tengo que decir con el piano. Le digo que no estaba inscrito para la audición, me pregunta mi nombre y lo apunta en la lista que tiene. Toco Bach pensando que no tengo nada que perder. Nos invitan a salir y a esperar dos horas en el corredor. Todos especulan, algunos impacientes fuman. Al final de la tarde nos hacen entrar y Bolling explica las razones por las que sí y las razones por las que no puede aceptar a todos. En resumen, una agenda de conciertos internacionales y grabaciones que no le deja tiempo para mucho. Mi nombre está entre los tres admitidos. Es lunes, y ese será el punto de partida de un viaje que durará ocho años impregnado de jazz y crossover. A las pocas semanas les informo lo ocurrido a mi maestro y a mi tutora de beca. Me felicitan y me dicen que ahora tendré que estudiar el doble, porque no puedo abandonar la Escuela Normal. 


 
 CONCIERTOS PRIVADOS

Los años han pasado. Es 30 de diciembre de 2020 y un mensaje de Manuelle me informa que Claude Bolling ha muerto. Yo lo sabía enfermo y retirado en su casa de la ciudad de Garches, en donde siempre clausurábamos el año escolar desde hacía mucho tiempo y a donde él nos invitaba para presentarnos a algún músico famoso de paso por París: Stan Getz, Yo Yo Ma, Manu Dibango, Winton Marsalis,  y abrir una botella de champagne en su compañía. La noticia va a dar a ese sitio de mis recuerdos que empieza con el día en que mi amiga Carolina me dio en Guatemala el casete con la suite para flauta y piano. Y me veo de nuevo estudiando su música y aprendiendo las claves del jazz a su lado. Vuelvo a la época en donde del ídolo surgió un hombre secreto, enigmático y ajeno a los demás. Un compositor y  concertista prodigio que una vez al año dejaba entrar a su territorio a cinco alumnos, a quienes al cabo de pocas semanas veía como a extraños, o acaso intrusos. Cinco entrometidos a los que no lograba entender ni transmitir nada y a quienes respondía con indiferencia invitándolos a quitarse del piano para sentarse él a tocar durante horas sin pronunciar una palabra ni dar una explicación, hasta que al cabo de algunas semanas y de aquel ejercicio de indiferencia, el grupo de los cinco elegidos se iba desgranando, y ya llegada la primavera solo quedábamos él y yo. Con el buen tiempo empezaban a brotar charlas, anécdotas de conciertos, risas, secretos personales para construir y enlazar acordes, formas para escribir partituras de orquesta. Consejos para la mano izquierda, análisis detallados sobre estilos, ejercicios para comprender la síncopa de Errol Garner, su aberración por las disonancias de Thelonious Monk, explicaciones pertinentes sobre el uso del pedal, de pronto me dejaba tareas precisas, y el archivo de algunos de sus manuscritos originales que le servían para explicarme el contrapunto barroco de Bach que utilizaba en el jazz. También me hacía preguntas sobre cómo era Guatemala, sobre los ritmos latinoamericanos, me hablaba de su infancia en Cannes, me recibía imitando el acento marsellés de Jean Pierre Rampal, el tono grave de Alexandre Lagoya, o burlándose amistosamente de mi forma de pronunciar las erres. Tocábamos juntos Bossa Nova en los dos pianos de su estudio, y llegada la noche comíamos un sándwich antes de volver al piano y seguir hablando esta vez de cómo escribir música para cine, hasta que Manuelle, o su esposa bajaban para decir que ya era tarde y él me decía en voz baja: “Quisiera morir sobre mi piano”. 

Durante aquellos años asistimos a algunos conciertos juntos, me invitó a los ensayos de su big band y vimos videos de sus propios conciertos, como el que dio en Canadá a tres pianos junto a Oscar Peterson y Michel Legrand en 1984, que para mí era un modelo de perfección y para él un acontecimiento que solo le ocasionaba nerviosismo cuando por azar volvía a verlo. Nunca dejaba de trabajar. “El secreto es seguir cuando los demás ya están de vacaciones”, me dijo una tarde al acompañarme junto a su perro Tango a la puerta de su casa. Siempre ensayaba ocho horas diarias, respondía el teléfono, escribía para su big band, y orquestaba incontables horas de música para películas. No dormía y los músicos de su orquesta solían contar que durante las giras, si había un piano en el hotel pasaba las noches frente al teclado, con un lápiz, papel y un borrador. No concebía la vida de otra manera. “Sin música la vida sería un error, un trabajo agotador, un exilio”, decía Nietzsche. Al final, la carrera de Claude Bolling sería más de setenta años dedicado por completo a la música, 181 grabaciones de discos, 140 canciones escritas, más de mil conciertos, y 384 páginas de partituras de música compuestas para cine.

EL BLUES DEL ADIÓS

Es el primer miércoles del año 2021, un día gris y lluvioso, como el que probablemente imaginó Vallejo cuando escribía  “Me moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo/ Me moriré en París –y no me corro- / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”. La ceremonia en la parroquia de Garches fue larga y tediosa, fabricada para hacer honor a la corona de rosas que envió Brigitte Bardot, y reconocerle al alcalde que haya prestado el piano en donde alguien destartaló el tema de Borsalino cuando el féretro entró. Junto al órgano del segundo nivel varios músicos de su orquesta interpretan Come Sunday de Duke Ellington. Desfilar frente a un ataúd es un gesto de comunión extraño y al mismo tiempo ilusorio, como también es imaginarlo durmiendo sobre la espalda de los hombres del servicio fúnebre acostumbrados a esta clase de quehaceres con la muerte. Por la pandemia el cortejo hacia el cementerio es limitado. Caminamos bajo una lluvia helada. No somos demasiados. Apenas la familia,  algunas personalidades del ‘showbiz’ y algunos músicos que forman una orquesta improvisada de Dixieland  y que empiezan a caminar detrás del carro fúnebre tocando Way down yonder in New Orleans… Lazy River… When the saints go marching in… En aquel lugar están también los restos del clarinetista Sydney Bechet. El carro se detiene, los empleados de la funeraria sacan el féretro y se encaminan hacia una sepultura abierta. Alguien murmura que hay que apresurarse porque están por cerrar.  El hijo mayor dice las últimas palabras. Pasan una canasta con pétalos de rosa de la que cada quien tiene derecho a retirar un puñado para dejarlas caer sobre el ataúd que está en el fondo del agujero. Los muertos de este lado me recuerdan a mis muertos al otro lado del atlántico, que nunca he podido acompañar. Todos tenemos derecho a un último instante de reflexión frente a la sepultura. Abajo, el espacio es estrecho y oscuro. Gracias Monsieur Bolling, por las suites, los conciertos, las anécdotas, y las largas tardes de lunes llenas de blues, risas y swing.

La plaza de la parroquia está vacía, húmeda, el próximo tren hacia París pasa dentro de dos minutos. En el andén de la estación siento las manos heladas y tiemblo de frío.      

 
 

París, invierno del año 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 (Artículo publicado en el suplemento cultural 'El Acordeón' 
de ElPeriódico de Guatemala, del 17 de enero de 2021)
 
 
ANEXO/FOTOGRAFÍAS.
 * (copyrigth desconocido)
 

 
Claude Bolling a los 15 años.*
 

Claude Bolling y Duke Ellington.*   
 

Claude Bolling y Louis Armstrong.*

Lionel Hampton y Claude Bolling.* 


 
    

 

Claude Bolling y Brigitte Bardot.*

Claude Bolling y Duke Ellington.*


Claude Bolling y Duke Ellington.*

La Big Band de Claude Bolling.*



Claude Bolling y Eve Ruggieri.*


Música original de la película "Borsalino".


 
Suite para Flauta y Piano de Claude Bolling.

Sonatas para dos pianos de Claude Bolling. 

Picnic Suite para flauta, guitarra y trio jazz.

Suite para Violonchelo y trio jazz de Claude Bolling.

Suite para trompeta y trio jazz de Claude Bolling

Suite N° 2 para flauta y piano de Claude Bolling.

Conservatorio de Rueil-Malmaison (1986-1994)


 
ANEXO/FOTOGRAFÍAS.
 * (copyrigth desconocido)
 

domingo, 5 de abril de 2020

El mundo pese a todo.






Por Marlon Meza Teni.
          
             Es viernes 27 de marzo cuando enciendo la televisión y el Presidente asegura con el rostro marcado por el desvelo: “estamos apenas entrando a la fase más crítica de una guerra contra un enemigo invisible y los próximos quince días serán más difíciles que los que acabamos de vivir”. Poco después anuncia una prolongación del confinamiento hasta el 15 de abril. Los médicos del sistema privado y los estudiantes en medicina son convocados por el gobierno para reforzar los equipos de asistencia. En Francia todo sigue detenido, salvo el personal sanitario, las enfermeras, las tiendas de alimentos, los barrenderos, los equipos de limpieza, los equipos de manutención mínima y fabricación de material para proveer a los hospitales, los repartidores, los transportistas, los agricultores, los pescadores, el personal de los supermercados, toda esa gente que gana poco y a la que el gobierno y la policía a golpeado hasta hace unos meses en las calles cuando con chalecos amarillos reclamaban mejores condiciones. Son ellos los únicos que siguen haciendo funcionar al país, hombres y mujeres desapercibidos cuando el mundo avanza al ritmo desquiciado de las finanzas y los ojos puestos en lo rentable, lo provechoso, lo remunerador, lo lucrativo. Son ellos los héroes. 
           Un confinamiento es algo muy parecido a una dictadura, le escribo a una periodista que me pide una visión personal para un artículo… Un encarcelamiento en donde mi libertad individual se ve confiscada por decreto para salvaguardar el interés general de la población, y evitar que la epidemia se propague. En mi caso, estar confinado provoca una intranquilidad que me envía a los años de adolescencia. A una época de represión militar cuando salía de casa para estudiar una clase retrasada de matemáticas, o recibir una de piano, y miraba a mis viejos y a mis hermanos sin saber si regresaría en la noche, o si alguien en la familia faltaría y su nombre amanecería engrosando la lista de secuestrados y asesinados que a diario llenaban las páginas de los diarios. En el encierro me topo con una serie de emociones pestilentes que me recuerdan aquel período. Las dictaduras van dejando heridas profundas que he vuelvo a sentir cuando cierro la puerta y bajo sin prisa las gradas para salir por una baguette, y descubro a la poca gente con la cara cubierta evitándose o cambiando de acera para no cruzar a nadie que venga en sentido contrario. Los canales transmiten día y noche cifras, y muchísimas imágenes de muerte y de guerra contra el virus en los hospitales. Hay que verlas para creerlas. Después de unos días por fin pude leer algunas novelas, aunque en realidad no logro concentrarme en nada salvo en la escritura durante la madrugada, y en el piano por las tardes. Al tercer día de encierro el silencio llegó a tal punto en mi edificio que los vecinos me enviaron mensajes pidiéndome que no dejara de tocar el piano. De la música emergen innumerables posibilidades de escape por donde brota también una forma de quietud, y desde entonces procuro llenarles las horas con Bach, y algunos temas de Jazz. El nivel de ruido bajó 4 decibeles en toda la ciudad y el piano es mi pequeña contribución para mantener una forma de ánimo en los demás, aunque a veces a mí me falte.  A las 20.00 horas en todo el país salimos a las ventanas para aplaudir a los médicos y enfermeras que están luchando en condiciones muy difíciles. Antes de la cena tomo notas y escribo con rigor durante la noche cuando todo mundo duerme, aunque ya no escribo lo habitual, ni lo que escribía antes de hallarme confinado. Todo parece ser un ejercicio de introspección por donde van surgiendo recuerdos de infancia que en situaciones normales nunca hubiera podido escribir. Conforme pasa el tiempo he llegado a perder la noción de las fechas y del día en que estamos. Echo de menos salir a fotografiar las calles, porque siempre ha sido un ejercicio recurrente en mi vida desde que llegué a Francia. El virus arrasa sin distinción de clases, pero en París de nuevo se pueden ver las estrellas que habían desaparecido detrás de una sombra permanente de contaminación fabricada por el hombre. Algunas ciudades ya decretaron toques de queda entre las 22.00 y las 5.00 de la mañana, y el gobierno declaró 25 nuevos decretos de urgencia para reforzar el sistema laboral y el económico. Todos mis contratos de artista fueron anulados hasta finales de abril y probablemente lo mismo sucederá en mayo. Con los días descubro mi departamento de forma distinta. La rutina había borrado detalles curiosos. Tengo una colección innombrable de corchos de botellas de vino sobre el refrigerador con los que pensaba fabricar algo que nunca fabriqué. Leo la poesía implacable de Nicanor Parra, Hojas de hierba de Walt Whitman, y las microficciones de Regis Jauffret. Durante la madrugada del domingo cambiamos de hora y el invierno quedó atrás en la más total indiferencia. A las dos de la mañana los relojes de todos los aparatos electrónicos saltaron y dieron las 3:00 a.m. El planeta ya giró como siempre en esta época del año, de tal forma que al sillón de la biblioteca y a mi habitación llega un sol tibio que dura hasta tarde aunque en las calles el tiempo permanezca helado. El pánico a la escasez de papel toilet de las multitudes citadinas por fin fue perdiendo su exaltación, y en mi cuaderno de ideas escribo: …Todo empieza con la cara de un grupo de científicos extraterrestres que siglos más tarde descubren que en el planeta Tierra hubo vida, pero ignoran que un virus consumió a la humanidad entera, y como único punto de orientación para investigar lo sucedido se topan con el resto de miles de refrigeradores repletos de papel toilet en el congelador.
          Todos los días, a las 19:30 horas, el director de la Salud en Francia, Jérôme Salomon, aununcia  en conferencia de prensa un pormenor minucioso de las cifras en aumento de la epidemia; del número de casos por contaminación, y el de las últimas 24 horas; el de los casos graves en reanimación; el del total de personas fallecidas desde el inicio de la epidemia, y el del creciente número de decesos, y finalmente cierra con el detalle alentador del número de personas recuperadas ya fuera de peligro que han dejado una cama o una máquina de asistencia respiratoria libre en los hospitales que están a punto de colapsar. Por primera vez en la historia el ejército aplica la Operación Morphée, un plan de evacuación utilizado durante las guerras, para evacuar ahora enfermos por avión y helicópteros hacia hospitales menos saturados en el héxagono. Pienso en Guatemala y en las estadísticas y precauciones que leo en las redes, y que hacen pensar más bien en una imitación de acciones para estar a la moda con Europa, aunque el sistema de hospitales y de atención médica sea insuficiente en caso de una propagación repentina. Pienso en el apocalipsis de San Juan que leí tantas veces, pero también en los libros de ciencia ficción de Philip K. Dick, Ray Bradbury y Aldous Huxley, que asimismo hubieran podido ser parte de un evangelio de predicciones absurdas. Mi único contacto con el mundo exterior aparte de la panadería siguen siendo las redes sociales y las ventanas que se abren sobre el jardín y las calles desiertas. En estos días mi abuela hubiera cumplido más de un siglo, mi abuela, que a su vez vivió  toda su vida en un confinamiento social y salvaje por haber nacido mujer en un país contaminado por un machismo patológico. Vivimos en un mundo de plagas en donde al final un virus es lo de menos. Casi no respondo llamadas porque no estoy con ánimo de escuchar improbables soluciones que no vienen al caso si se trata de amigos que se aburren, y del miedo al exceso de libras que se va acumulando en la cintura, si se trata de amigas. El sobrepeso es el precio a pagar cuando se vive a dieta de libertad. Resulta irónico, pero algunos representantes del comercio de la cultura liberan de todo en las redes, desde libros, películas, discos, conciertos, hasta paseos por museos y exposiciones. Por su lado, la juventud parece menos afectada por la violencia del confinamiento, probablemente porque nacieron con la mirada en un mundo virtual, y llevan a la realidad metida en pantallas que se sacan o se guardan en el bolsillo. 

Nunca París ha estado más bella. Vacía, despojada de gente, envuelta en un silencio irreal.  La avenida de los Campos Elíseos amaneció una mañana llena de ardillas. El  aire inesperadamente es más respirable mientras la ciudad desierta se viste a solas de primavera. Habrá que vivir encerrado en lo venidero si en condiciones normales el ser humano deja más huellas aniquilando que pactando con la tierra. El virus es una increíble lección de orden social y de igualdad en medio de todo, y poco le importa quién seas. Son las 3h43 de la mañana. Al día de hoy, 10,930 personas en Francia han sanado del coronavirus y están fuera de peligro. Dentro de algunas horas voy a sentarme a tocar el piano para los vecinos del edificio. El mundo pese a todo es un lugar hermoso.




París, 1 de abril
Primavera de 2020.



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