domingo, 12 de octubre de 2025

 Hoy hace cuarenta años.

RAZONES PARA EMIGRAR EN OTOÑO.



    Llegué a Francia a principios del otoño de 1985. El 11 de octubre. Con una mochila apenas distinta de la que me sirve aún hoy para viajar, un maletín con algunas partituras de Bach y Scott Joplin, y algunas hojas de papel pautado. Aterricé en París sin hablar una palabra de francés y sin teléfono celular. Mark Zuckerberg tenía dos años de haber nacido y no existía Facebook ni WhatsApp ni Skype. Llegué sin conocer a nadie y sin saber en dónde iba a vivir. Sin nada, salvo un papel doblado entre la bolsa del pantalón que decía que yo era estudiante extranjero con una beca para estudiar música. No había nadie a la salida del aeropuerto. A la mujer encargada de llegar a buscarme la encontré tejiendo una bufanda de lana cuatro horas después en una oficina fantasma del aeropuerto. Chequeó mi nombre en una lista. Me preguntó con señas si traía dinero. Saqué lo que traía en dólares. Me dio a entender que ese dinero no funcionaba aquí y que había que cambiarlo a moneda local, agarró unos billetes y sacó el equivalente en francos franceses de una cajita de metal. Los euros no existían. Escribió algo en un papel y luego me dio a entender que me fuera y que le diera ese papel a cualquier taxista. Siempre me quedé con la duda de lo que pudo haber escrito, porque el taxista no me cobró, pero tampoco me dirigió la palabra en todo el trayecto, y estuvo bien porque de todos modos no le hubiera entendido nada. Hace cuarenta años atravesé París por primera vez bajo un sol gigante de otoño. Esa tarde sigue intacta. El taxi me dejó en una residencia universitaria en donde solo tuve derecho a dos noches. A los dos días me dijeron por señas que un estudiante nuevo venía también por sus dos noches. Anduve en hoteles baratos y albergues juveniles durmiendo en cuartos hasta de seis gentes durante dos semanas, hasta que en la oficina de becados me dijeron por señas una mañana que me habían encontrado una habitación de doce metros cuadrados en la calle Daviel. Un Hilton de estudiantes africanos, árabes y franceses sin muchos recursos.
Hace cuarenta años yo solo sabía que no iba a ver a mi familia por mucho tiempo, que nunca vería crecer a mi hermano y que no compartiríamos su adolescencia juntos, un niño triste abrazándome horas atrás en la puerta de adioses del aeropuerto La Aurora. Hace cuarenta años yo solo sabía que no iba a poner nunca una foto de mis viejos ni de mis abuelos ni de mis hermanas en la pared o en una cabecera para no quebrarme y terminar por regresar a Guatemala en un bajón. Los recuerdos a menudo son malos consejeros. No sabía lo que sería mi vida cuatro décadas después. Rosalind era una niña de Bristol, Inglaterra, con cuatro años de edad en ese momento, y las posibilidades de que un día nos encontráramos y tuviéramos una historia de amor eran tan improbables como cruzarme con el verdadero Jack el Destripador. Ignoraba todo de la vida afuera de mi familia y de las calles del barrio. Todo de las habitaciones en donde viviría: de las noches sin sueño, de las horas estudiando el piano en un subsuelo. No sabía lo que era un invierno y nunca había visto la nieve. Ignoraba todo de la gente del mundo entero con la que iba a cruzarme en París en determinados momentos, de los amigos que tarde o temprano siempre se irían, de los libros que leería, de las mudanzas, de los largos años de psicoterapias y psicoanalistas que templaban la ansiedad provocada por la distancia. Tocaba muy mal el piano cuando llegué con la medalla de oro del “Primer Concurso Nacional” por haber sido el mejor pianista del país... “Nunca he oído a ningún pianista peor que tú, en mi vida”, me dijo mi maestro principal, que solo formaba a concertistas rusos, japoneses y chinos medio genios; con toda la educación del mundo, tal cual, y luego me aceptó en su clase como quien adopta a un perro desahuciado y termina encariñándose con su lealtad. Empezaban a caerse las hojas de los árboles en las calles cuando yo le dije en su departamento del Quai Branly, en una suerte de inglés y francés improvisado, que quería estudiar jazz, y él me respondió entre polaco, francés y señales de mano que no era el momento y que necesitaba aprender primero la técnica del instrumento, y enseguida levantó los brazos imitando dos alas y dándome a entender que tenía un plazo de tres meses para mostrarle resultados, porque de lo contrario ¡Avión Guatemala! Así de lapidario fue aquel día el Señor Rybicki, un ser humano que tuvo una paciencia inagotable para transmitirme el amor por la enseñanza y el respeto hacia la música; el mismo que cuando obtuve mi diploma me dijo: “Nunca he visto a nadie tan empecinado en no querer tomar jamás vacaciones”.
Son cuatro décadas, y acá me ha tocado vivir de todo y callarme de todo para que en mi familia no se preocupen más de la cuenta. Desde entonces las computadoras y las redes sociales cambiaron la manera de dibujar con palabras y papel los lugares por donde pasamos para fabricar cartas que antes metíamos en los buzones amarillos del correo postal, y yo me he acostumbrado a muchas cosas salvo a las despedidas en los aeropuertos, que es uno de los peores aconteceres del mundo. A Guatemala vuelvo para entregar cuotas de últimos adioses, enamorarme distinto, reembolsar presencia a las maniobras de lo imprevisto y a las alegrías familiares en donde nunca puedo estar presente. Con el tiempo incluso pude atenuar el sentimiento de inmigrante que solo se conoce hasta que se vive en otro idioma, y una parte de lo que uno fue quedó muy lejos, de la misma forma como no se puede mitigar ese sentimiento de extrañeza y asombro que surge cuando cruzo el atlántico, y veo que el lugar que un día tuve ya solo es algo semejante a una cicatriz y a un tajo de recuerdos de infancia, un viejo piano en la casa de mi mamá, y una caja con discos de vinilo y de cuadernos que nunca más he vuelto a abrir. No sé cuándo empecé a soñar en francés y a mezclar los dos idiomas al punto de olvidar y confundir algunas palabras. Son cuatro décadas durmiendo entre los libros de mi biblioteca, un nuevo piano y algunas historias de amor y desamor imposibles de desalojar de la piel. Sigo acumulando números, códigos, besos, odios por la espalda, bemoles en los dedos y quién sabe cuántas calles llevo pegadas al jean. Todo este tiempo viendo la Torre Eiffel, la única imagen femenina de la que nunca me he separado, y de la que sospecho, vaya uno a saber si no me estoy enamorando seriamente después de tantos años haciéndonos sonrisas. Como millones de seres en el mundo, también emigrar fue mi caso. Y aunque no fue en una embarcación sobrecargada en el Mediterráneo o atravesando a pie fronteras, igual me tocó entender desde el primer día que nadie emigra ni deja a su gente si no es para salvar o mejorar sus condiciones de vida o, a lo sumo, para agudizar su visión del mundo y recobrarse de las ilusiones perdidas. De ser así, solo queda pensar que, aunque se vaya acabando, la vida está siempre que empieza.

París, inicios del otoño de 2025.
Cuarenta años después.

Publicado en:
• Suplemento cultural del Diario ‘La Hora’ de Guatemala en 2016.
• Suplemento cultural “El Acordeón” de ElPeriódico en 2020.
• Factor4 en 2021.
• Revista de la Universidad de Antioquia, Colombia. 2025.

©️ Marlon Meza Teni

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