viernes, 19 de agosto de 2016

La muerte en la orilla.



Photo © Marlon Meza Teni

Por Marlon Meza Teni


Hoy hace más de tres décadas me subí a un carro por error. Iba a comprar una coca cola, y en la tienda de la cuadra alguien me invitó a subirme a un carro al que acababan de repararle una pieza. "Subite, solo le vamos a dar una vuelta a la manzana". Pero no fuimos a dar una vuelta al barrio, sino a un anillo periférico que en 1980 estaba vacío.  A150 kms por hora. Iba en el asiento de atrás del piloto y aunque parezca horriblemente pretencioso decirlo pero desde el principio supe que tendríamos un accidente cuando arrancamos. Todo pudo suceder en cualquier sitio en donde rebasábamos a los pocos carros de entonces sin ninguna consideración, rozándoles las portezuelas y obligándolos a que se hicieran a un lado. En cualquier sitio, pero sucedió al final de la recta, entre el puente de la avenida San Juan y el puente de la Roosevelt, y aún hoy lo veo durante ciertas noches cuando me despierto agitado. El carro que se desliza fuera de control, las llantas que se hunden de mi lado, el armatoste que salta, y el pavimento a dos centímetros de mi ventanilla mientras empezamos a volcar. Oigo los ruidos del metal y el de los vidrios rotos con cuatro seres librados a la buena o a la mala suerte adentro. Primera vuelta y el sonido de los fierros abollándose. La imagen de mi abuela y la de mi papá en mi funeral. Segunda vuelta, los vidrios que entran por todos lados y el chirrido de los carros que empiezan a sonar bocinas y frenar detrás. Tercera vuelta y la espera con los ojos cerrados de aquel pedazo de puerta que se desprendió para volarme probablemente una parte de la cabeza o el brazo derecho. La oí pasar al lado pensando que venía a degollarme mientras yo seguía aferrado a un agarrador. Y entonces volví a ver a mi abuela, que había ya perdido a tres hijos y que estaba a punto de perder al nieto en quien había focalizado todo el amor que le quedaba. Luego vi la cara de mi viejo y poco a poco la de mi mamá y mis hermanas, oí el timbre del teléfono de mi casa y la voz que anunciaba la noticia de mi muerte en un accidente. Fui incluso testigo del silencio que precede al acabose, hasta que el carro se detuvo con las llantas hacia arriba, y fuimos saliendo de aquel espacio de fierros enredados  entre el olor a sangre y gasolina. Estábamos vivos pero considerablemente heridos. Yo tenía la cabeza abierta, una herida sangrándome en la pierna derecha y dos cervicales que quedaron rotas hasta el día de hoy. ('Un centímetro más abajo y hubiera sido la silla de ruedas para siempre' me diría el doctor más tarde) hay sangre por todos lados. En ese momento yo no sé que un día seré pianista, pero veo que tengo las yemas de los dedos ensangrentadas. El resto sigue, los gritos de la gente convertidos en sirenas de bomberos y de la policía, el llanto histérico de alguien que ha presenciado todo y que se ha puesto a orar sobre la acera, la gente que sale por decenas de la nada en busca de un escenario lúgubre para oler la sangre, recoger lo que quedó en el pavimento, robarse los retrovisores y los parabrisas. Un frío me recorre la espalda, me siento en la acera y me dejo caer sobre la grama. Hace 36 años todo pudo acabar, pero atravesé la muerte por un estrecho corredor que aún hoy me produce escalofríos. Cada año para esta fecha, pienso en cuántas cosas habría perdido y en las cicatrices que hubiera ocasionado sin lugar a dudas en la memoria de mi gente antes de tiempo. El accidente duró cuatro o cinco segundos a lo sumo. Un brevísimo pero eterno espacio de tiempo decisivo en donde se habían tirado los dados de la vida y la muerte. Un cara o escudo que me hubiera privado de experimentar el goce de los libros, la humedad de los cuerpos, la música y los labios femeninos. Cada vez que vuelve agosto estoy consciente de que en silla de ruedas nunca hubiera podido viajar por el mundo, ni cargar una mochila.  Así que de aquel accidente festejo los inconvenientes y los imprevistos que me da hoy la vida. No era yo quien manejaba, pero desde ese día decidí que nunca iba a manejar y que haría algo más productivo de mi tiempo en lugar de estar haciendo estupideces y bocinando en las calles. Saqué mi licencia de manejar más tarde, y la utilicé algunas veces para probarme que si era capaz de conducir, pero las pocas veces que lo hice pensé que era tiempo perdido, y me dediqué de lleno a leer libros. Es obvio que tengo un bloqueo con el mundo de los automóviles y de sus autopistas ya que no me interesan en lo absoluto. Cada 12 de agosto, quiera o no, en mi cabeza es un quilombo de preguntas y de pesadillas. A veces la veo en algún lado de la acera y sé que es ella, el ángel de la muerte que me observa, que me invita a hablarle o quizás solo a que crucemos nuestros rumbos. Antes de que vuelva la hora, sin previo aviso. Esa que no me va a fallar una segunda vez.


París, verano de 2016.




Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala.