Photo © Marlon Meza Teni
Por Marlon
Meza Teni
Hoy hace más de tres décadas me subí a un carro por
error. Iba a comprar una coca cola, y en la tienda de la cuadra alguien me
invitó a subirme a un carro al que acababan de repararle una pieza.
"Subite, solo le vamos a dar una vuelta a la manzana". Pero no fuimos
a dar una vuelta al barrio, sino a un anillo periférico que en 1980 estaba
vacío. A150 kms por hora. Iba en el
asiento de atrás del piloto y aunque parezca horriblemente pretencioso decirlo
pero desde el principio supe que tendríamos un accidente cuando arrancamos.
Todo pudo suceder en cualquier sitio en donde rebasábamos a los pocos carros de
entonces sin ninguna consideración, rozándoles las portezuelas y obligándolos a
que se hicieran a un lado. En cualquier sitio, pero sucedió al final de la
recta, entre el puente de la avenida San Juan y el puente de la Roosevelt, y
aún hoy lo veo durante ciertas noches cuando me despierto agitado. El carro que
se desliza fuera de control, las llantas que se hunden de mi lado, el armatoste
que salta, y el pavimento a dos centímetros de mi ventanilla mientras empezamos
a volcar. Oigo los ruidos del metal y el de los vidrios rotos con cuatro seres
librados a la buena o a la mala suerte adentro. Primera vuelta y el sonido de
los fierros abollándose. La imagen de mi abuela y la de mi papá en mi funeral.
Segunda vuelta, los vidrios que entran por todos lados y el chirrido de los
carros que empiezan a sonar bocinas y frenar detrás. Tercera vuelta y la espera
con los ojos cerrados de aquel pedazo de puerta que se desprendió para volarme
probablemente una parte de la cabeza o el brazo derecho. La oí pasar al lado
pensando que venía a degollarme mientras yo seguía aferrado a un agarrador. Y
entonces volví a ver a mi abuela, que había ya perdido a tres hijos y que
estaba a punto de perder al nieto en quien había focalizado todo el amor que le
quedaba. Luego vi la cara de mi viejo y poco a poco la de mi mamá y mis
hermanas, oí el timbre del teléfono de mi casa y la voz que anunciaba la
noticia de mi muerte en un accidente. Fui incluso testigo del silencio que
precede al acabose, hasta que el carro se detuvo con las llantas hacia arriba,
y fuimos saliendo de aquel espacio de fierros enredados entre el olor a sangre y gasolina. Estábamos
vivos pero considerablemente heridos. Yo tenía la cabeza abierta, una herida
sangrándome en la pierna derecha y dos cervicales que quedaron rotas hasta el
día de hoy. ('Un centímetro más abajo y hubiera sido la silla de ruedas para siempre'
me diría el doctor más tarde) hay sangre por todos lados. En ese momento yo no
sé que un día seré pianista, pero veo que tengo las yemas de los dedos ensangrentadas.
El resto sigue, los gritos de la gente convertidos en sirenas de bomberos y de
la policía, el llanto histérico de alguien que ha presenciado todo y que se ha
puesto a orar sobre la acera, la gente que sale por decenas de la nada en busca
de un escenario lúgubre para oler la sangre, recoger lo que quedó en el
pavimento, robarse los retrovisores y los parabrisas. Un frío me recorre la
espalda, me siento en la acera y me dejo caer sobre la grama. Hace 36 años todo
pudo acabar, pero atravesé la muerte por un estrecho corredor que aún hoy me
produce escalofríos. Cada año para esta fecha, pienso en cuántas cosas habría
perdido y en las cicatrices que hubiera ocasionado sin lugar a dudas en la
memoria de mi gente antes de tiempo. El accidente duró cuatro o cinco segundos
a lo sumo. Un brevísimo pero eterno espacio de tiempo decisivo en donde se habían
tirado los dados de la vida y la muerte. Un cara o escudo que me hubiera
privado de experimentar el goce de los libros, la humedad de los cuerpos, la
música y los labios femeninos. Cada vez que vuelve agosto estoy consciente de
que en silla de ruedas nunca hubiera podido viajar por el mundo, ni cargar una
mochila. Así que de aquel accidente festejo
los inconvenientes y los imprevistos que me da hoy la vida. No era yo quien
manejaba, pero desde ese día decidí que nunca iba a manejar y que haría algo más
productivo de mi tiempo en lugar de estar haciendo estupideces y bocinando en
las calles. Saqué mi licencia de manejar más tarde, y la utilicé algunas veces
para probarme que si era capaz de conducir, pero las pocas veces que lo hice
pensé que era tiempo perdido, y me dediqué de lleno a leer libros. Es obvio que
tengo un bloqueo con el mundo de los automóviles y de sus autopistas ya que no
me interesan en lo absoluto. Cada 12 de agosto, quiera o no, en mi cabeza es un
quilombo de preguntas y de pesadillas. A veces la veo en algún lado de la acera
y sé que es ella, el ángel de la muerte que me observa, que me invita a
hablarle o quizás solo a que crucemos nuestros rumbos. Antes de que vuelva la
hora, sin previo aviso. Esa que no me va a fallar una segunda vez.
París, verano de 2016.
Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala.
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