Calles Parisinas.
Ronin
Ronin
32,
calle des Partants
75020. Paris
Durante diez años viví con un piano y mis libros en una
buhardilla asoleada del barrio de Père Lachaise. Una colina embrujada desde
donde se veía la ciudad al sureste. Refugio repleto de artistas excéntricos en
donde una niña enterraba todo cuanto caía en sus manos y caminaba por los muros
a treinta metros de altura. También había una inglesa dueña de un gato ciego que recorría el
tejado con la actitud calculadora de un traidor. Un conserje alcohólico y viejo
actor de cine que una mañana murió sin que nadie se diera cuenta, y un vecino
en el piso de abajo que me dejó oír el dolor del VIH que se lo fue
llevando. Tuve también vecinas suicidas con quienes algunas veces me metí en
líos de ajedrez, tabaco y amores ilógicos que hubieran podido costarme muy caro.
Mi ventana principal al mundo se abría sobre una de esas raras calles aún
empedradas del viejo París en donde muy seguido nos despertábamos con rodajes
de filmes y de historias policíacas. Fue John Frankenheimer quien decidió esconder aquél invierno una maleta de la que nadie supo nunca el contenido, y por la cual también un equipo de agentes secretos y medio Hollywood invadió una mañana el barrio para evitar que un espía soviético huyera con ella. Así empezó en la puerta de mi edificio el rodaje de Ronin que duró dos semanas, y una vez al bajar a buscar mis facturas descubrí a Robert de Niro en el vestíbulo mientras yo revisaba mi correo. Estaba solo, friolento y bastante aburrido. No lo dijo pero andaba con cara
de estar esperando a que en
las calles heladas por fin se decidieran a filmar su escena. Me pidió fuego
porque seguramente su abrigo pertenecía a la producción y ahí no llevaba
asuntos inflamables. En ese momento creí que yo no era yo, y que él tampoco podía
ser el verdadero De Niro porque mi edifico era apenas una jaula de gente
inapropiada, pero fumamos juntos en la entrada sin cruzar una palabra porque yo hablo muy mal inglés y supongo que el muy mal español o francés. Al otro
día bajé con la esperanza de ofrecerle otro cigarrillo pero un agente secreto me impidió ir
a tomar un café a la esquina de mi calle porque De Niro y Jean Reno habían por fin descubierto que
Jonathan Price quería escaparse con la maleta y estaban vigilándolo frente a mi
puerta desde hacía ya varias horas. Aquel día casi le arruino todo al Kremlin mientras los espías huían del lado de mi ventana con la valija y empezaba una persecución implacable de accidentes patrocinados por Peugeot por las calles
de París.
No vivo más en
aquel sitio donde además de la valija secreta sucedieron muchas otras cosas,
pero hace algunos años vi una luz al pasar. Yo ya no fumaba pero me quedé un rato frente
al vestíbulo en donde Robert De Niro y yo fumamos como dos cowboys Marlboro de un pueblo fantasma. El código del edificio
no había cambiado, así que entré y tomé el elevador hasta llegar a la puerta de una de
aquellas mujeres suicidas de ajedrez, tabaco, y amores ilógicos pensando que
todo era como retornar al lugar de un crimen al que se puede volver así nomás, sin ninguna consecuencia. Imaginé que ella se tiraría en mis brazos. Oí la llave. Vi la cerradura. El corazón me palpitaba y cuando abrió me di
cuenta que al fondo del departamento nada cambiaba, que ella seguía igual
y que la belleza siempre sería su fuerte. El tiempo se detuvo. Ella también me vio un
instante y respiró antes de comprender que no era una mala broma y que quien estaba de verdad ahí era yo… y sólo
entonces me soltó un tremendo portazo. Pensé en tocar de
nuevo, pero comprendí que afuera del cine hay escenarios incurables de la vida
en donde siempre habrá una puerta de por medio y a donde lo mejor es no volver
ya nunca más.
© Marlon Meza Teni
(Publicado en el diario Siglo XXI de Guatemala)