Tomás bajaba corriendo las escaleras del edificio cada
mañana. Compraba un croissant en la
panadería, lo deslizaba entre su abrigo y se marchaba pensando en el primer café
que bebería a la salida del metro. Tomás me caía bien por el gusto en común que
le teníamos a ciertas cosas, como por ejemplo el cine de Bergman y los libros
de Paul Auster. Por lo demás éramos muy distintos. Él, un hombre de
negocios lleno de rutinas, y yo, un músico inestable y sin horarios fijos. Me daba
igual que fuera o viniera con trajines cada vez más distintos o que me
despertara con sus pláticas de media noche, pues siempre reíamos a pierna
suelta y él siempre asomaba con
historias extrañas. Quizá por eso yo le perdonaba todo, o casi todo.
Pero un día, Tomás hizo un viaje de negocios al norte de África y no le fue
bien. Meses después volvió, y yo me sorprendí al verlo en el Winston Churchill,
el club de jazz en donde yo tocaba entonces. Se veía agotado y bastante
ensimismado en sus recuerdos de infancia. Empezó a contarme sus andanzas y su repentina decepción por los
negocios y la vida. Quería irse lejos sin saber a dónde. Tenía deudas. Un día
desapareció de nuevo, y yo no volví a saber nada de él hasta llegado el invierno
Cuando de verdad se le veía muy mal y porque al parecer
había perdido todo y dormía en una alcantarilla de la ciudad. Uno se
cansa de la gente fastidiosa sin saber cómo ni cuándo es que las situaciones se
colman. Y es que a Tomás yo le hubiera perdonado todo salvo que se enamorara de
Laura, porque yo andaba en las mismas, y si durante un tiempo dejé correr las
cosas, debo admitir que de verdad me dolió mucho saber que ellos estaban
juntos, que no tendría ya ninguna esperanza por ese lado y que probablemente
yo también me había estado enamorando inútilmente de ella.
Fue entonces que decidí asesinar a Tomás con el único poder que tienen los escritores sobre sus
personajes: el de la muerte. Los seres
de una ficción asoman a la vida y lo arrastran a uno tras sus pasos sin saber
cómo ni dónde y uno les pertenece. Por
eso, y por mis celos sin razón fue que pensé que ya era hora de que Tomás
desapareciera para siempre de mi novela Los
ruidos de tu ausencia, de tal forma que me las ingenié para fabricarle un
accidente extraño, aunque pronto me daría cuenta del error que había cometido
porque ya nunca sabría a dónde tenían pensado llevarme él y Laura juntos.
Estuve enfermo una semana, sin abrirle
la puerta a nadie y sin descolgar el teléfono cuando sonaba. Incluso hubo un
momento en el que quise cambiar el argumento pero me di cuenta de que su muerte
era un hecho irreversible, y peor aún, porque Laura lo esperaba en el capítulo
siguiente sin saber que él no vendría más. Los días pasaron y yo no sabía como entablar un diálogo decoroso
para explicarle a ella lo sucedido. Aún hoy no sé si tengo fuerzas para hacerlo. Por eso evito las páginas
donde ella parece verme desde una vocal mientras se desnuda. Por eso me aterroriza la idea de
utilizar de nuevo mi único recurso, que sería hacerla desaparecer también.
Asesinarla como se hace en la vida para no darle explicaciones y menos aún confesarle que de tantas
páginas a su lado siento que hay algo entre nosotros. La escritura me deja
exhausto. En esta ciudad las noches son
largas y a menudo me despierto con los ánimos de un homicida, y sin que me
quepa la menor duda de que la tinta puede tener también el aroma de la
sangre.
© Marlon Meza Teni
(Publicado en el diario Siglo XXI de Guatemala)
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