martes, 3 de diciembre de 2013

Calles Parisinas. Las malas compañías.


          
 23, bulevar Jourdan.
 Las malas compañías

 
Tomás bajaba corriendo las escaleras del edificio cada mañana. Compraba  un croissant en la panadería, lo deslizaba entre su abrigo y se marchaba pensando en el primer café que bebería a la salida del metro. Tomás me caía bien por el gusto en común que le teníamos a ciertas cosas, como por ejemplo el cine de Bergman y los libros de Paul Auster. Por lo demás éramos muy distintos. Él, un hombre de negocios lleno de rutinas, y yo, un músico inestable y sin horarios fijos. Me daba igual que fuera o viniera con trajines cada vez más distintos o que me despertara con sus pláticas de media noche, pues siempre reíamos a pierna suelta y él siempre asomaba con  historias extrañas. Quizá por eso yo le perdonaba todo, o casi todo. Pero un día, Tomás hizo un viaje de negocios al norte de África y no le fue bien. Meses después volvió, y yo me sorprendí al verlo en el Winston Churchill, el club de jazz en donde yo tocaba entonces. Se veía agotado y bastante ensimismado en sus recuerdos de infancia. Empezó a contarme sus  andanzas y su repentina decepción por los negocios y la vida. Quería irse lejos sin saber a dónde. Tenía deudas. Un día desapareció de nuevo, y yo no volví a saber nada de él hasta llegado el invierno Cuando de verdad se le veía muy mal y porque al parecer  había perdido todo y dormía en una alcantarilla de la ciudad. Uno se cansa de la gente fastidiosa sin saber cómo ni cuándo es que las situaciones se colman. Y es que a Tomás yo le hubiera perdonado todo salvo que se enamorara de Laura, porque yo andaba en las mismas, y si durante un tiempo dejé correr las cosas, debo admitir que de verdad me dolió mucho saber que ellos estaban juntos, que no tendría ya ninguna esperanza por ese lado y que probablemente yo también me había estado enamorando inútilmente de ella.
Fue entonces que decidí asesinar a Tomás con el único poder que tienen los escritores sobre sus personajes: el de la muerte.  Los seres de una ficción asoman a la vida y lo arrastran a uno tras sus pasos sin saber cómo ni dónde y uno les pertenece.  Por eso, y por mis celos sin razón fue que pensé que ya era hora de que Tomás desapareciera para siempre de mi novela Los ruidos de tu ausencia, de tal forma que me las ingenié para fabricarle un accidente extraño, aunque pronto me daría cuenta del error que había cometido porque ya nunca sabría a dónde tenían pensado llevarme él y Laura juntos. Estuve enfermo una semana,  sin abrirle la puerta a nadie y sin descolgar el teléfono cuando sonaba. Incluso hubo un momento en el que quise cambiar el argumento pero me di cuenta de que su muerte era un hecho irreversible, y peor aún, porque Laura lo esperaba en el capítulo siguiente sin saber que él no vendría más. Los días pasaron y yo no sabía como entablar un diálogo decoroso para explicarle a ella lo sucedido. Aún hoy no sé si tengo fuerzas para hacerlo. Por eso evito las páginas donde ella parece verme desde una vocal mientras se desnuda. Por eso me aterroriza la idea de utilizar de nuevo mi único recurso, que sería hacerla desaparecer también. Asesinarla como se hace en la vida para no darle explicaciones y menos aún confesarle que de tantas páginas a su lado siento que hay algo entre nosotros. La escritura me deja exhausto.  En esta ciudad las noches son largas y a menudo me despierto con los ánimos de un homicida, y sin que me quepa la menor duda de que la tinta puede tener también el aroma de la sangre.



© Marlon Meza Teni
(Publicado en el diario Siglo XXI de Guatemala)
 
 



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