domingo, 11 de septiembre de 2016

Silueta de un naufragio por hambre infantil.

Photo © Marlon Meza Teni


Por Marlon Meza Teni

Creí que era un niño de Siria, o el fantasma de Aylan Kurdi, el niño que hace apenas un año apareció ahogado en una playa de Turquía cuando un grupo de inmigrantes intentaba atravesar un mar lejano para salvar la vida a causa de una guerra. Pero solo era una silueta desolada. Un tumor oscuro de un país en donde la gente se jacta de tener los mejores paisajes del mundo.
Casi todos conocemos la Antigua, hemos ido a Atitlán, al Pacífico, Tikal, Río dulce, pero cuántos de nosotros hemos ido a visitar el hambre y las huellas que va dejando la hambruna en algunas regiones, y que también nos pertenecen. Habría que visitar nuestros paisajes sombríos para saber cómo funciona toda la casa. Recorrer esa Guatemala en donde también existen naufragios por desnutrición infantil a pocos kilómetros del mar. No muy lejos de las carreteras por donde a menudo transitamos hacia los paraísos  más representativos de nuestras tarjetas postales. Pero a nadie le gusta ver el horror ni oler la hedentina de su propio patio, y con que la fachada esté presentable basta. Entérense para quienes no lo saben o el bienestar los empuja a olvidar: La muerte por hambre infantil está ahí nomás. Latente. Como un ave carroñera en territorios en donde no hay nada de peliculero. Panoramas rurales del retraso en el crecimiento, rincones repletos de anemia y sistemas inmunitarios completamente debilitados por falta de energía. Lugares en donde conviven el hambre extrema y la hambruna. Aunque cuidado, porque acá no estamos hablando del vacío en el estómago que nos pone de malhumor cuando no tenemos a la mano una fruta, un pedazo de pan, un menú McDonalds, el tortrix cotidiano, las papalinas, los tamales, los dulces típicos, las quesadillas, una coca cola; pues lo que para nosotros no pasa de ser una sensación de vacío, para mucha de nuestra gente es un alarido interno, un terremoto que resuena en las entrañas, y por donde se van abriendo grietas que como sea hay que repellar. Y no estamos hablando de Etiopía en donde las mujeres se amarran una piedra plana sobre el estómago para aliviar los temblores, ni de algunos países africanos en donde se ponen piedras en el fuego y se les dice a los niños que la comida se está cocinando para que se duerman mientras esperan. Ni de Haití donde se hacen tortillas con lodo para engañar al sistema digestivo. Sino del país en donde los diputados se aumentan el sueldo y en donde el actual Presidente de la República, que basó su campaña política en la alimentación y la educación, ahora le aumenta los viáticos a sus funcionarios (tan solo como una anécdota)
 Según datos de Unicef, Guatemala es el país de América Latina y el Caribe con el índice de desnutrición infantil crónica más elevado en niños menores de cinco años (49,8%), y el quinto en el ranking mundial. Pero atención… ¿Ironía del caso? también tenemos el décimo lugar en el ranking de obesidad en adolescentes menores de quince años (27% de los habitantes) Es decir que nuestro mapa nacional de paisajes nutritivos está también patas arriba.  Para variar loqueando, porque las calorías que le faltan a unos, a otros les sobran.  Así de clara y de ilógica es la repartición de energía que recibe un cuerpo humano en  el país de la eterna primavera, en donde este reparto desigual que pasa por la alimentación, provoca que los organismos no se desarrollen de la misma forma, y existan diferencias obvias en el crecimiento, y en procesos tales como la memoria, la atención, el lenguaje, la percepción, la solución de problemas o la inteligencia y planificación que involucran a las funciones cerebrales.
 Aunque lo interesante del caso es que aún nos vanagloriemos de pertenecer a un terruño con 37 volcanes y 23 lagos que forman parte de una naturaleza que ni siquiera fabricamos nosotros y que con suerte no destruimos aún en su totalidad, y que en paralelo tengamos mandatarios que anteponen su orgullo nacionalista a sus obligaciones, y en simultáneo permanecen impasibles ante el derecho a la alimentación de un porcentaje de la población, en su mayoría rural.
Paisajes humanos desolados que nos pertenecen y de los que también somos responsables hay de sobra. En el 2015 fueron 89 niños menores de cinco años los que perdieron la vida por falta de alimentación suficiente, y  4 de cada 10 padecen de desnutrición crónica en todo el territorio. Y si me equivoco en las cifras, búsquelas y entérese con su propia curiosidad, porque con un sólo niño que muera de hambre es suficiente para que ya ningún funcionario con un mínimo de dignidad acepte a que se le suba un quetzal de sueldo, ni de viáticos, ni de nada. No mientras existan en Guatemala niños que estén a punto de morir por desnutrición infantil, porque también ellos son parte de nuestra escena.
Al muñeco de plástico de esta fotografía en el puerto de San José me le acerqué, pero cuando lo levanté de la espuma y la arena del mar, se le desprendió la cabeza de plástico y salió un cangrejo con una trenza de algas marinas pestilentes. Y salté, porque cuando no funciona la vista funciona el olfato, o algún otro sentido.

   París, fin del verano de 2016. 


Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala.

Visitas compulsivas para desnudarse rápido.

Photo © Marlon Meza Teni
 
Por Marlon Meza Teni

Hasta la tarde en que A.B. Hansen y yo rompimos, yo no sabía lo que era el largo proceso de excusas y reencuentros de los que uno se sirve para prolongar una relación a través de las tonterías materiales. ‘Tengo que regresar a tu departamento porque olvidé un libro en tu biblioteca y sólo yo sé en donde está, pero quisiera que estés ahí’, me dijo una semana después de nuestra ruptura. Días después fue un arete, que resultó estar debajo de la cama. Más tarde un cepillo de dientes con hilos muy especiales. Un diario, un lapicero, una taza, unos guantes de invierno tejidos por una abuela cariñosa. Implacables excusas de la pasión que de pronto se aferraba a los objetos cuando en el orden emocional ya todo estaba perdido. Citas para recuperar lo absurdo y relanzar conversaciones agotadas, encuentros para abrazarse en medio del odio y la contradicción. Visitas compulsivas para desnudarse rápido y hacer el amor de forma despiadada después de haber encontrado el libro en un rincón común y corriente, el arete, el cepillo de dientes con hilos especiales, la taza rota, recordar, mientras fumaba desnuda, que los guantes los había perdido en el metro. Hasta que por fin un día la química del cuerpo provocada por la pasión se rechazó a otro tropiezo y fue el principio de un adiós irrevocable.
-Tengo que recuperar el inhalador Vicks que dejé la última vez en tu baño. Paso hoy en la noche.
-No te quiero ver más A.B., y un inhalador se puede comprar en cualquier farmacia.
– Solo lo recupero y me voy, no quiero que te sirvas de ese inhalador para tener la última palabra.
– No es cierto, lo busco y te lo dejo luego en el buzón.
– Las cosas no tienen porque hacerse a tu manera.
Le dije que no quería verla, y colgué furioso, y el teléfono sonó, y volvió a sonar para vociferar rencores, y escupir atrocidades. Ese mismo teléfono por donde habían pasado las garantías, los compromisos, la complicidad, el sonido de los besos, y que tarde o temprano se estaba convirtiendo en un arma decisiva y un árbitro injusto entre dos gentes que se destrozaban. La mejor excusa para tratar lo intratable sin necesidad de verse. A veces uno sobrevive a la distancia física, pero nadie sobrevive a los excesos telefónicos de un mal de amores. No existían los SMS que hoy día son más prácticos para romper relaciones largas en breve, pero ya era el peor invento que existe cuando el amor desespera.
Nunca encontré ese inhalador que fue el último desagüe por donde llegaron y salieron las palabras más hirientes, las llamadas intempestivas a cualquier hora de la noche, las súplicas íntimas, los pisoteos de lo que hubiera podido quedar como un recuerdo de la ternura y de la risa cómplice. Todo pasó por ahí, la denigración del otro, los insultos bajos, la difamación, el descrédito, las ofensas mutuas, los agravios, el crimen de los gestos delicados, de los recuerdos placenteros. Por primera vez descubrí que había palabras impensables que podían ser utilizadas hasta llegar a la más baja de las situaciones. Todo con la excusa de un inhalador Vicks que para mí era el pretexto de más, y para A. B. Hansen un abuso normal de mi machismo tropical. Quería recuperar un inhalador que por si fuera poco yo no veía ni encontraba en ninguna parte.
No lo encontré. Nunca. Hasta esta mañana, veinticinco años más tarde, al abrir una caja con viejos rollos Kodak. Y por fin entendí que cada vez que A.B. Hansen venía, era para esconder esas nimiedades y armarse de nuevas coartadas para vernos, o que quizá lo hacía para que tarde o temprano yo las encontrara y recordara, como hoy, no tanto los días en que nos habíamos querido, como las noches en que por teléfono nos habíamos destrozado. Todo había sido un exceso. Una forma humillante de terminar esa historia escondiendo objetos hasta agotar las palabras más deshonrosas. Así de indisociable es el amor del sufrimiento ocasionado por algo que creemos que nos pertenece para siempre. Nada más emblemático que un inhalador Vicks para encarnar una situación sofocante y con fecha de vencimiento. Septiembre de 1989, dos meses antes de la caída del muro de Berlin. Lo extraño del caso es que A. B. Hansen y yo estábamos en 1991, dos años después de esa fecha; es decir, cuando su dispositivo farmacéutico también había cumplido el plazo. Lo tengo acá y lo acabo de abrir, y de respirar profundo para ver si a pesar del tiempo hay algo ahí. Pero sólo encontré estos recuerdos que ya no me provocan nada. Ni siquiera el miedo a que veinticinco años más tarde el teléfono suene de pronto y sea ella, y yo le pregunte ¿Escondías las cosas a propósito, verdad? ¿Pero ves? encontré el inhalador, y aunque no me lo creas todavía tiene un ligero aroma a hierbabuena. Pero sería mentir otra vez más.

 París, verano de 2016.

Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala