domingo, 11 de septiembre de 2016

Visitas compulsivas para desnudarse rápido.

Photo © Marlon Meza Teni
 
Por Marlon Meza Teni

Hasta la tarde en que A.B. Hansen y yo rompimos, yo no sabía lo que era el largo proceso de excusas y reencuentros de los que uno se sirve para prolongar una relación a través de las tonterías materiales. ‘Tengo que regresar a tu departamento porque olvidé un libro en tu biblioteca y sólo yo sé en donde está, pero quisiera que estés ahí’, me dijo una semana después de nuestra ruptura. Días después fue un arete, que resultó estar debajo de la cama. Más tarde un cepillo de dientes con hilos muy especiales. Un diario, un lapicero, una taza, unos guantes de invierno tejidos por una abuela cariñosa. Implacables excusas de la pasión que de pronto se aferraba a los objetos cuando en el orden emocional ya todo estaba perdido. Citas para recuperar lo absurdo y relanzar conversaciones agotadas, encuentros para abrazarse en medio del odio y la contradicción. Visitas compulsivas para desnudarse rápido y hacer el amor de forma despiadada después de haber encontrado el libro en un rincón común y corriente, el arete, el cepillo de dientes con hilos especiales, la taza rota, recordar, mientras fumaba desnuda, que los guantes los había perdido en el metro. Hasta que por fin un día la química del cuerpo provocada por la pasión se rechazó a otro tropiezo y fue el principio de un adiós irrevocable.
-Tengo que recuperar el inhalador Vicks que dejé la última vez en tu baño. Paso hoy en la noche.
-No te quiero ver más A.B., y un inhalador se puede comprar en cualquier farmacia.
– Solo lo recupero y me voy, no quiero que te sirvas de ese inhalador para tener la última palabra.
– No es cierto, lo busco y te lo dejo luego en el buzón.
– Las cosas no tienen porque hacerse a tu manera.
Le dije que no quería verla, y colgué furioso, y el teléfono sonó, y volvió a sonar para vociferar rencores, y escupir atrocidades. Ese mismo teléfono por donde habían pasado las garantías, los compromisos, la complicidad, el sonido de los besos, y que tarde o temprano se estaba convirtiendo en un arma decisiva y un árbitro injusto entre dos gentes que se destrozaban. La mejor excusa para tratar lo intratable sin necesidad de verse. A veces uno sobrevive a la distancia física, pero nadie sobrevive a los excesos telefónicos de un mal de amores. No existían los SMS que hoy día son más prácticos para romper relaciones largas en breve, pero ya era el peor invento que existe cuando el amor desespera.
Nunca encontré ese inhalador que fue el último desagüe por donde llegaron y salieron las palabras más hirientes, las llamadas intempestivas a cualquier hora de la noche, las súplicas íntimas, los pisoteos de lo que hubiera podido quedar como un recuerdo de la ternura y de la risa cómplice. Todo pasó por ahí, la denigración del otro, los insultos bajos, la difamación, el descrédito, las ofensas mutuas, los agravios, el crimen de los gestos delicados, de los recuerdos placenteros. Por primera vez descubrí que había palabras impensables que podían ser utilizadas hasta llegar a la más baja de las situaciones. Todo con la excusa de un inhalador Vicks que para mí era el pretexto de más, y para A. B. Hansen un abuso normal de mi machismo tropical. Quería recuperar un inhalador que por si fuera poco yo no veía ni encontraba en ninguna parte.
No lo encontré. Nunca. Hasta esta mañana, veinticinco años más tarde, al abrir una caja con viejos rollos Kodak. Y por fin entendí que cada vez que A.B. Hansen venía, era para esconder esas nimiedades y armarse de nuevas coartadas para vernos, o que quizá lo hacía para que tarde o temprano yo las encontrara y recordara, como hoy, no tanto los días en que nos habíamos querido, como las noches en que por teléfono nos habíamos destrozado. Todo había sido un exceso. Una forma humillante de terminar esa historia escondiendo objetos hasta agotar las palabras más deshonrosas. Así de indisociable es el amor del sufrimiento ocasionado por algo que creemos que nos pertenece para siempre. Nada más emblemático que un inhalador Vicks para encarnar una situación sofocante y con fecha de vencimiento. Septiembre de 1989, dos meses antes de la caída del muro de Berlin. Lo extraño del caso es que A. B. Hansen y yo estábamos en 1991, dos años después de esa fecha; es decir, cuando su dispositivo farmacéutico también había cumplido el plazo. Lo tengo acá y lo acabo de abrir, y de respirar profundo para ver si a pesar del tiempo hay algo ahí. Pero sólo encontré estos recuerdos que ya no me provocan nada. Ni siquiera el miedo a que veinticinco años más tarde el teléfono suene de pronto y sea ella, y yo le pregunte ¿Escondías las cosas a propósito, verdad? ¿Pero ves? encontré el inhalador, y aunque no me lo creas todavía tiene un ligero aroma a hierbabuena. Pero sería mentir otra vez más.

 París, verano de 2016.

Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala

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