Photo © Marlon Meza Teni
Por Marlon Meza Teni
Hasta la tarde en que A.B. Hansen y yo rompimos, yo no sabía lo que
era el largo proceso de excusas y reencuentros de los que uno se sirve
para prolongar una relación a través de las tonterías materiales. ‘Tengo
que regresar a tu departamento porque olvidé un libro en tu biblioteca y
sólo yo sé en donde está, pero quisiera que estés ahí’, me dijo una
semana después de nuestra ruptura. Días después fue un arete, que
resultó estar debajo de la cama. Más tarde un cepillo de dientes con
hilos muy especiales. Un diario, un lapicero, una taza, unos guantes de
invierno tejidos por una abuela cariñosa. Implacables excusas de la
pasión que de pronto se aferraba a los objetos cuando en el orden
emocional ya todo estaba perdido. Citas para recuperar lo absurdo y
relanzar conversaciones agotadas, encuentros para abrazarse en medio del
odio y la contradicción. Visitas compulsivas para desnudarse rápido y
hacer el amor de forma despiadada después de haber encontrado el libro
en un rincón común y corriente, el arete, el cepillo de dientes con
hilos especiales, la taza rota, recordar, mientras fumaba desnuda, que
los guantes los había perdido en el metro. Hasta que por fin un día la
química del cuerpo provocada por la pasión se rechazó a otro tropiezo y
fue el principio de un adiós irrevocable.
-Tengo que recuperar el inhalador Vicks que dejé la última vez en tu baño. Paso hoy en la noche.
-No te quiero ver más A.B., y un inhalador se puede comprar en cualquier farmacia.
– Solo lo recupero y me voy, no quiero que te sirvas de ese inhalador para tener la última palabra.
– No es cierto, lo busco y te lo dejo luego en el buzón.
– Las cosas no tienen porque hacerse a tu manera.
Le dije que no quería verla, y colgué furioso, y el teléfono sonó, y
volvió a sonar para vociferar rencores, y escupir atrocidades. Ese mismo
teléfono por donde habían pasado las garantías, los compromisos, la
complicidad, el sonido de los besos, y que tarde o temprano se estaba
convirtiendo en un arma decisiva y un árbitro injusto entre dos gentes
que se destrozaban. La mejor excusa para tratar lo intratable sin
necesidad de verse. A veces uno sobrevive a la distancia física, pero
nadie sobrevive a los excesos telefónicos de un mal de amores. No
existían los SMS que hoy día son más prácticos para romper relaciones
largas en breve, pero ya era el peor invento que existe cuando el amor
desespera.
Nunca encontré ese inhalador que fue el último desagüe por donde
llegaron y salieron las palabras más hirientes, las llamadas
intempestivas a cualquier hora de la noche, las súplicas íntimas, los
pisoteos de lo que hubiera podido quedar como un recuerdo de la ternura y
de la risa cómplice. Todo pasó por ahí, la denigración del otro, los
insultos bajos, la difamación, el descrédito, las ofensas mutuas, los
agravios, el crimen de los gestos delicados, de los recuerdos
placenteros. Por primera vez descubrí que había palabras impensables que
podían ser utilizadas hasta llegar a la más baja de las situaciones.
Todo con la excusa de un inhalador Vicks que para mí era el pretexto de
más, y para A. B. Hansen un abuso normal de mi machismo tropical. Quería
recuperar un inhalador que por si fuera poco yo no veía ni encontraba
en ninguna parte.
No lo encontré. Nunca. Hasta esta mañana, veinticinco años más tarde,
al abrir una caja con viejos rollos Kodak. Y por fin entendí que cada
vez que A.B. Hansen venía, era para esconder esas nimiedades y armarse
de nuevas coartadas para vernos, o que quizá lo hacía para que tarde o
temprano yo las encontrara y recordara, como hoy, no tanto los días en
que nos habíamos querido, como las noches en que por teléfono nos
habíamos destrozado. Todo había sido un exceso. Una forma humillante de
terminar esa historia escondiendo objetos hasta agotar las palabras más
deshonrosas. Así de indisociable es el amor del sufrimiento ocasionado
por algo que creemos que nos pertenece para siempre. Nada más
emblemático que un inhalador Vicks para encarnar una situación sofocante
y con fecha de vencimiento. Septiembre de 1989, dos meses antes de la
caída del muro de Berlin. Lo extraño del caso es que A. B. Hansen y yo
estábamos en 1991, dos años después de esa fecha; es decir, cuando su
dispositivo farmacéutico también había cumplido el plazo. Lo tengo acá y
lo acabo de abrir, y de respirar profundo para ver si a pesar del
tiempo hay algo ahí. Pero sólo encontré estos recuerdos que ya no me
provocan nada. Ni siquiera el miedo a que veinticinco años más tarde el
teléfono suene de pronto y sea ella, y yo le pregunte ¿Escondías las
cosas a propósito, verdad? ¿Pero ves? encontré el inhalador, y aunque no
me lo creas todavía tiene un ligero aroma a hierbabuena. Pero sería
mentir otra vez más.
París, verano de 2016.
Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala
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