sábado, 15 de octubre de 2016

Razones para emigrar en otoño.



Photo © Marlon Meza Teni.

Por Marlon Meza Teni

Llegué a Francia a principios de octubre de 1985. Con una mochila apenas distinta de la que me sirve aún para viajar hoy, un maletín con algunas partituras de Bach, Scott Joplin, y algunas hojas de papel pautado. Aterricé en París sin hablar una palabra de francés y sin teléfono celular. Mark Zuckerberg tenía dos años de haber nacido y no existía Facebook, ni Whatsapp, ni Skype. Llegué sin conocer a nadie y sin saber en dónde iba a vivir. Sin nada, salvo un papel doblado entre la bolsa que decía que yo era estudiante extranjero con una beca para estudiar música. No había nadie a la salida del aeropuerto. A la mujer encargada de llegar a buscarme la encontré tejiendo una bufanda de lana cuatro horas después en una oficina fantasma del aeropuerto. Chequeó mi nombre en una lista. Me preguntó con señas si traía dinero. Saqué lo que traía en dólares. Me dio a entender que ese dinero no funcionaba aquí y que había que cambiarlo a moneda local, agarró unos billetes y sacó el equivalente en francos de una cajita de metal. Los euros no existían. Escribió algo en un papel y luego me dio a entender que me fuera y que le diera ese papel a cualquier taxista. Siempre me quedé con la duda de lo que pudo haber escrito, porque el taxista no me cobró pero tampoco me dirigió la palabra en todo el trayecto, y estuvo bien porque de todos modos no le hubiera entendido nada. Hace treinta y un años atravesé París por primera vez bajo un sol gigante de otoño. Esa tarde sigue intacta. El taxi me dejó en una residencia universitaria donde sólo tuve derecho a dos noches. A los dos días me dijeron por señas que un estudiante nuevo venía también por sus dos noches. Anduve en hoteles baratos durmiendo en cuartos hasta de seis gentes durante dos semanas, hasta que en la oficina de becados me dijeron por señas que me habían encontrado una habitación de doce metros cuadrados. Un Hilton de estudiantes africanos, árabes y franceses sin muchos recursos.
Hace treinta y un años yo solo sabía que no iba a ver a mi familia por mucho tiempo, y que no iba a poner nunca una foto de mis viejos ni de mis hermanos en la pared o en una cabecera para no quebrarme y terminar por regresar a Guatemala en un bajón. Los recuerdos a veces son malos consejeros. No sabía lo que sería mi vida tres décadas después. R. era una niña de Bristol, Inglaterra, con 4 años de edad en ese momento y las posibilidades de que un día nos encontráramos y tuviéramos una historia de amor eran tan improbables como cruzarme con el verdadero Jack el destripador. Ignoraba todo de la vida afuera de mi familia. Todo de las habitaciones en donde viviría. De las noches sin sueño, de las horas estudiando el piano en un subsuelo. No sabía lo que era un invierno y nunca había visto la nieve, ignoraba todo de la gente de todas partes del mundo con la que iba a cruzarme en París en determinados momentos, de los amigos que tarde o temprano siempre se irían, de los libros que leería, de las mudanzas, de los largos años de psicoterapias y psicoanalistas. Tocaba muy mal el piano cuando llegué con el Premio Nacional de Guatemala por haber sido el mejor pianista del país. “Nunca he oído a ningún pianista peor que tú en mi vida”, me dijo mi maestro principal que sólo formaba a concertistas rusos, japoneses y chinos medio genios. Con toda la educación del mundo, tal cual, y luego me aceptó en su clase como quien adopta a un perro desahuciado y termina encariñándose con su lealtad. Un ser humano que tuvo una paciencia infinita para transmitirme el amor por la enseñanza y el respeto hacia la música. El mismo que cuando obtuve mi diploma me dijo: “Nunca he visto a nadie tan empecinado en estudiar y no querer tomar nunca vacaciones”. 
Son más de tres décadas,  y acá me ha tocado vivir de todo, y callarme de todo para que en mi familia no se preocupen más de la cuenta. Desde entonces me he acostumbrado a muchas cosas salvo a las despedidas en los aeropuertos, que es uno de los peores aconteceres del mundo. Con el tiempo incluso pude atenuar el sentimiento de inmigrante que sólo se conoce hasta que se vive en otro idioma, de la misma forma que el de la extrañeza cuando he vuelto de vacaciones a Guatemala y veo que el lugar que un día tuve, ahora ya solo es una cicatriz  de mi vida que se resume a un tajo de recuerdos de infancia, un viejo piano en casa de mi madre, y una caja con discos de vinilo y cuadernos que nunca más he vuelto a abrir. No sé cuándo empecé a soñar en francés y a mezclar los dos idiomas al punto de olvidar  y confundir algunas palabras.  Son más de tres décadas durmiendo entre los libros de mi biblioteca, un nuevo piano y algunas historias de amor pegadas en la piel. Sigo acumulando números, códigos, besos, odios por la espalda, bemoles en los dedos, y quién sabe cuántas calles llevo pegadas al Jeans.
Todo este tiempo viendo a la Torre Eiffel, que es la única mujer con la que probablemente nunca me he peleado, y de la que sospecho, vaya uno a saber si no me estoy enamorando seriamente después de tantos años haciéndonos sonrisas. Como millones de seres en el mundo también emigrar fue mi caso. Y aunque no fue en una embarcación sobrecargada en el mediterráneo, igual me tocó entender desde el primer día que nadie emigra ni deja a su gente si no es para salvar o mejorar sus condiciones de vida; o a lo sumo para agudizar su visión del mundo y recobrarse de las ilusiones perdidas. De ser así, solo queda pensar que aunque se vaya acabando, la vida está siempre que empieza.

París, inicio del otoño de 2016.


Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala

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