Por: Marlon Meza Teni
Son casi las dos de la mañana. Empieza el segundo
día de confinamiento en Francia, y nada me sorprendió más del primero que el
silencio sepulcral de las calles y del edificio. El ronroneo de los carros en
las ventanas desapareció por completo. Los gritos de la guardería no están más
del lado de la cocina como si de repente los niños hubieran sido secuestrados
por una nave extraterrestre. El silbido de un pájaro solitario y muy pequeño en
el jardín me recuerda que estamos a las puertas de la primavera. Me desperté pasadas
las doce del día. No logré conciliar el sueño sino hasta las siete de la
mañana, alerta, ansioso, temeroso de pensar que el virus invisible se hubiera
metido en mi departamento por el rincón menos pensado. Abrí los ojos cuando la
luz del teléfono se encendió con un nuevo mensaje del gobierno y las
indicaciones estrictas de algo que de pronto se asemeja a la privación de mi
libertad, la misma de la que siempre me he jactado desde que llegué a Francia.
Se trata de un decreto que en lo inmediato limita mis movimientos y me impide
cualquier forma de sociabilidad con los demás ‘hasta nueva orden’ para evitar la propagación del virus. Un
mandato que me recuerda la dictadura de Guatemala y el tonel de frijoles que mi
mamá llenaba cuando surgía el rumor de un golpe de Estado. Pero esta vez se
trata de un agente infeccioso en busca de células por donde replicarse. Leo en
la pantalla de la computadora el documento con las directivas, un salvoconducto
sin el cual ya no podré salir a la calle por algunos minutos sin correr el
riesgo de que me pongan una multa por desobediencia a las consignas del la fase
de alerta 3, y al estado de epidemia rápida declarada por el Presidente. Leo el
intitulado. “Permiso de desplazamiento de excepción”. Lo imprimo y lo lleno…
‘El abajo firmante, Marlon Meza Teni, nacido en la siguiente fecha… y
domiciliado en la siguiente dirección… declaro que mi desplazamiento está
vinculado al siguiente motivo (marcar la casilla correspondiente), salida
autorizada por el artículo primero del decreto del 16 de marzo de 2020 por la
que se regulan los desplazamientos en el marco de la lucha contra la
propagación del virus Covid-19… Pongo una equis en la casilla ‘desplazamiento para efectuar compras de
primera necesidad en los establecimientos autorizados’. Llego al pie del
documento. En la ciudad de París el día 17 de marzo de 2020… Firma. Mi firma
esta vez me parece un compromiso de sometimiento arrancado a mi voluntad, al
que no estoy acostumbrado. Me pongo la chaqueta. Abro la puerta del edificio.
Camino hasta la esquina. El boulevard está totalmente despoblado. No hay nadie
en las calles del barrio. Voy a la farmacia en donde me espera un paquete. Por
primera vez las farmacéuticas tienen puestas máscaras de protección. Se les
nota agotadas. Salgo de ahí, atravieso la calle y me pasó a la panadería, de
costumbre repleta y a la que por primera
vez descubro desierta. Las dos jóvenes que atienden también tienen máscaras de
protección. Pregunto por la tercera,
pero ha sido despedida por un recorte súbito del personal. Ya no me ven
ni me saludan como de costumbre porque el confinamiento de la víspera inauguró
en todos la suposición, el recelo, y todos sospechamos de los demás porque todos
somos susceptibles de vehicular el virus en cualquier gesto torpe; al saludar,
al abrirnos la chaqueta y sacar la billetera, al extender la mano con el
dinero, o al inclinar el cuerpo unos centímetros de más. De un tiempo para acá
yo mismo dedico varios minutos de mi vida a desinfectar todo lo que puedo con
un paño húmedo de alcohol cuando vuelvo a casa, desde las llaves hasta los
interruptores de la luz que probablemente rocé antes de quitarme la ropa
destinada para ir al exterior de casa. ‘Aléjese mientras paga’, me dijo el
domingo el cajero del supermercado cuando le puse enfrente un frasco de
mermelada y algunas botellas de agua encontradas en medio de las estanterías
vacías. La chica de la panadería me da el pan y el cambio sin verme a la cara.
En el suelo esta vez hay líneas que fijan con precisión los límites y el
espacio de seguridad que deben respetar los clientes entre los empleados. A
menos de dos metros la ansiedad nos acapara. No me he tardado más de diez
minutos afuera pero estoy de nuevo camino a casa. Al llegar a la esquina veo
por primera vez a un grupo de hombres vestidos de civil, todos tienen un
brazalete anaranjado de la policía en el brazo izquierdo y caminan con cierta
autoridad sobre la calle. Ignoro por qué pero busco testigos en alguna parte de
algo que no ha sucedido. No encuentro a nadie en las ventanas de los edificios
y los comercios están cerrados. La pizzería y los restaurantes tienen las
persianas de metal abajo, y de pronto me siento como Stalker, el personaje de Andrei Tarkovski caminando en la Zona, y mi barrio no es sino un vasto no man’s land en donde probablemente
también cayó un meteorito que dejó un ambiente de desolación. Me ven de pies a
cabeza con el pan en la mano y la bolsa de la farmacia, y sin que me lo pidan
sacó de la chaqueta mi permiso de desplazamiento de excepción, pero me dejan
pasar al ver una hoja doblada en cuatro a la que sin duda empiezan a
acostumbrase y les resulta cada vez más familiar. Más adelante tienen detenida
a una mujer africana a la que están explicando que no puede salir más a la
calle sin ese salvoconducto oficial en donde debe declarar sus movimientos por
el sector. En el lobby del edificio no hay un ruido, ni siquiera el perro del
cuarto piso olfateando bajo la puerta, o la guitarra del estudiante del
tercero. Cuando abro la puerta lo primero que veo en mi departamento son los
libros que decidí leer durante el tiempo que dure el confinamiento, pero no
tengo ánimo de abrirlos. Desinfecto como siempre todo lo que toqué y todo lo
que traía entre las manos. Abro las ventanas, el aire es distinto, frío pero
más fresco. Me siento frente al piano para cambiarme las ideas y durante
algunos minutos toco el Aria de las
variaciones Goldberg de Bach, que resuenan en las gradas y la calle. Cuando
termino me levanto y desdoblo de nuevo mi
permiso de desplazamiento de excepción y lo leo varias veces como
intentando metérmelo bien en la cabeza. Es la madrugada del 17 de marzo. En Francia
hay 17,730 casos de infección y 75 personas muertas en los hospitales, y en ese
momento ignoro que una semana después, el martes 24 de marzo, habrán 22,300
enfermos contaminados, 2,444 casos más que el día anterior; 1,100 decesos, de
los cuales 240 tan solo en las últimas veinticuatro horas, y 2,116 personas en
estado muy grave. Corto un pedazo de baguette y le unto un poco de mermelada.
Lleno una botella de agua y riego las plantas de mi departamento. Me siento en
el escritorio y escribo: Hoy fue el primer día de confinamiento. Un día de
mucho silencio.
También había un pájaro en el jardín.
París 17, y 24 de marzo de 2020.
Pubicado igualmente
en factor4gt.blogspot.com
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