sábado, 15 de octubre de 2016

Marlon Meza Teni retrata a París y a sus habitantes.

Revista D

Prensa Libre

Meza Teni radica en Francia donde  desarrolla distintas facetas artísticas. El guatemalteco renunció a sus estudios de Arquitectura para dedicarse a la música. En octubre de 1985 dejó  el país y viajó a Francia para instruirse. Le gustan también la fotografía, la literatura y el futbol.

 

 

¿En qué sitios se ha formado?

 
Esencialmente en l’Ecole Normale Superieure de Musique de Paris, con el piano clásico, y en el Conservatorio de Rueil Malmaison, con el piano jazz. Las posibilidades de creación que me ofrece este instrumento son infinitas, hay mundos ahí adentro y sin lugar a dudas es el lugar en donde mejor me siento.


"Disneyland es mi segunda casa, y nunca les he dicho que no a ninguna propuesta". (Foto: Rosalind Harvey).
(Foto: Rosalind Harvey).

¿Cómo fueron sus años en ese centro?


Estudié cuatro años en una clase privilegiada, la del maestro polaco Marian Rybicki. El nivel era altísimo, porque esta escuela es en cierta forma la Meca de los pianistas de concierto que buscan un puente hacia la escena internacional, y él solo formaba a concertistas cuando yo apenas empezaba. Fue muy paciente, me aceptó en su clase cuando yo no tenía técnica de nada, y con la única condición de alcanzar cierto nivel cada trimestre. Le debo el amor y el respeto más grande a la música.

 

¿Ha impartido clases?


Fui profesor de piano del Centro Departamental para las Artes de Versalles durante 21 años, de 1994 a 2015, y director del Departamento de Música durante dos. La enseñanza en mi caso es capital, porque es una aproximación directa con el ser humano. Nunca he sabido quién aprende más, si mis alumnos de mí o yo de ellos.

Hable de su experiencia laboral en Disneyland Paris.


Fui contratado en Disneyland, que en ese entonces se llamaba Eurodisneyland, antes de su apertura en 1992, como músico y director de una comedia musical en donde además de tocar el piano tenía un pequeño papel junto con actores y equipos de bailarinas. Eso duró dos años.

 

¿Qué sucedió después?


Disney-Productions me dio la posibilidad de poner en práctica toda la teoría aprendida en los conservatorios con big bands, music halls y los primeros años de historia del jazz, entonces participé en arreglos y adaptaciones para las orquestas del parque.
Disneyland es mi segunda casa, y nunca les he dicho que no a ninguna propuesta. El nivel de los músicos es muy alto y el lugar me obliga a mantener la imaginación en constante movimiento.

 

¿Continúa laborando con esta empresa?


Cuando se abrió Walt-Disney Studios pasé a la parte de orquestas que interpretaban música de filmes, incluso, terminé cantando por una necesidad de ser polivalente y aportar ideas. Ahí me he cruzado con gente maravillosa. Siempre he dicho que cada vez que acepto nuevos contratos me pagan en realidad por divertirme de manera profesional. No hay que olvidar que Disneyland es el Hollywood de los niños. Sigo a medio tiempo, y durante el verano y Navidad a casi tiempo completo.

 

¿Por qué le gusta tanto el jazz?


No lo sé, quizás por ser un género que nació en la opresión y la esclavitud de un pueblo y que evolucionó hasta llegar a la libertad que ofrece la improvisación.

 

¿Forma parte de algún grupo?


Intento, pero la forma como ha evolucionado el jazz me atrae cada vez menos. En ese orden de ideas, me parece que la propuesta de Gaby Moreno es una especie de milagro de la música actual, porque ha logrado salvar a la tradición del jazz en toda su esencia, haciendo y deshaciendo, en simultáneo con un estilo muy personal y un timbre de voz único.

 

¿Cuál fue el primer poemario que publicó?


Noches de pan con luna, en el 2004, que ya lleva cinco ediciones (francés/español) desde entonces. El tema era muy diverso, pero en resumen era un saldo de mis imágenes oníricas de los ángeles que me perseguían o me invadían la cabeza durante mi niñez.

 

¿Qué títulos le siguieron?


El libro de cuentos Secretos de café con fin (2001),  y los poemarios Kind of Blue (2005-2006) y El paladar del lobo (2012), una breve recopilación de una década. Publiqué también cuentos distribuidos en antologías de revistas y editoriales de Latinoamérica y en la Editorial Popular de España.

 

¿Está trabajando algún nuevo material?


Antes de fin de año debo entregar a mi editor en Francia un nuevo libro de poesía que se llamará Las ilusiones temporales. Es un verdadero sufrimiento porque decidí reescribirlo en francés, es decir, interpretar mis intenciones y no traducir textualmente el texto del español.

 

¿Guarda París Blues, su blog, relación con sus inquietudes literarias?


Ese era el nombre de una columna que tuve en un diario de Guatemala, y que trataba exclusivamente sobre anécdotas de París. Luego pasó a ser el título de uno de mis libros de cuentos y, después, el de mi blog; ahí  no escribo regularmente, pero he publicado crónicas, entrevistas y hasta algunas de mis fotografías. Por último, París Blues, nombró a una serie de pequeños cortometrajes y entrevistas improvisadas con gente en las calles parisinas.

 

¿Qué tipo de literatura le atrae? ¿Cuántos libros tiene?


Nunca cuento cuántos compro, pero leo  muchos y entre esos los que saco de la biblioteca. Leo probablemente una veintena por mes. No manejo carro, dedico  todo el tiempo del transporte público a la lectura, es decir, tres horas diarias como mínimo, más el espacio que dedico a la literatura, y que incluye escritura, estudio y relectura de textos.
No sé cuántos libros tiene mi biblioteca personal, me aterra pensar que hay una cifra que los defina. Solo sé decir que casi no tengo paredes libres en mi departamento. Me atrae toda la literatura, pero también leo muchos de historia, filosofía y de neurobiología. Me intriga el tejido cerebral casi tanto como el piano.

 

La fotografía es otro de sus intereses.


Es el único de mis oficios serios que no me trae ni remuneraciones ni problemas, contrariamente a la música, que me da  para vivir, y la escritura, que solo angustias me ocasiona. La fotografía es mi descanso privado. Mi forma de hacer música visualmente. Mi manera de robarle a la vida un momento peculiar, de apropiarme para siempre de algo extraño.
Los escritores estamos expuestos siempre a que sucedan cosas alrededor de nosotros que muchas veces nadie ve, y si bien es cierto que fotografiar puede ser una forma visual de hacer música, también una foto es una forma de escribir una historia.

 

¿Qué temas prefiere captar?


París y sus habitantes, ese es mi tema preferido. Me gustan los rostros imprevistos, pero también las calles durante la noche. Dedico días enteros durante la primavera y el verano para caminar, recorrer los parques, sentarme en las mesas de algún café, o a las salidas de una estación de metro, donde detecto que algo está por pasar.

 

¿Considera que un artista es incompatible con el futbol?


El futbol es un vínculo fraternal entre los pueblos. Lo detestan, por lo general, los seudo intelectuales que nunca han tocado una pelota, o quienes no saben lo que es el trabajo en equipo. Lo juzgan violento.En Francia (1998) cumplí el sueño de vivir una Copa Mundial de Futbol. Ese año terminaba mi beca y pude extender mi estadía al apostar que el equipo francés le ganaría 3-0 a Brasil. Todo mundo me dijo que eso era poco probable, pero Francia ganó.

 

¿Qué opina de los atentados ocurridos en Francia?


Son hechos cometidos contra los valores de la humanidad.


En Francia

  • Nació en Guatemala (1963). Es músico, escritor y fotógrafo.

  • Obtuvo en el 2005 el premio del Centre National du Livre, Decouverte en Litterature étrangere.

  • En el 2013 recibió la primera Medalla del Senado de Francia otorgada a un artista guatemalteco.

  • En 2014, con ocasión del 40 aniversario del fallecimiento de Miguel Ángel Asturias, ofreció una conferencia para el círculo de embajadores y delegados de la Unesco, en París.

  • Tiene un registro fotográfico de los artistas guatemaltecos que han destacado en Francia.

  • Creó  Pianimages, dedicada a la producción audiovisual.



del 24 de Julio de 2016
 http://www.prensalibre.com/revista-d/marlon-meza-teni-retrata-a-paris-y-a-sus-habitantes
 
 
 
 

Razones para emigrar en otoño.



Photo © Marlon Meza Teni.

Por Marlon Meza Teni

Llegué a Francia a principios de octubre de 1985. Con una mochila apenas distinta de la que me sirve aún para viajar hoy, un maletín con algunas partituras de Bach, Scott Joplin, y algunas hojas de papel pautado. Aterricé en París sin hablar una palabra de francés y sin teléfono celular. Mark Zuckerberg tenía dos años de haber nacido y no existía Facebook, ni Whatsapp, ni Skype. Llegué sin conocer a nadie y sin saber en dónde iba a vivir. Sin nada, salvo un papel doblado entre la bolsa que decía que yo era estudiante extranjero con una beca para estudiar música. No había nadie a la salida del aeropuerto. A la mujer encargada de llegar a buscarme la encontré tejiendo una bufanda de lana cuatro horas después en una oficina fantasma del aeropuerto. Chequeó mi nombre en una lista. Me preguntó con señas si traía dinero. Saqué lo que traía en dólares. Me dio a entender que ese dinero no funcionaba aquí y que había que cambiarlo a moneda local, agarró unos billetes y sacó el equivalente en francos de una cajita de metal. Los euros no existían. Escribió algo en un papel y luego me dio a entender que me fuera y que le diera ese papel a cualquier taxista. Siempre me quedé con la duda de lo que pudo haber escrito, porque el taxista no me cobró pero tampoco me dirigió la palabra en todo el trayecto, y estuvo bien porque de todos modos no le hubiera entendido nada. Hace treinta y un años atravesé París por primera vez bajo un sol gigante de otoño. Esa tarde sigue intacta. El taxi me dejó en una residencia universitaria donde sólo tuve derecho a dos noches. A los dos días me dijeron por señas que un estudiante nuevo venía también por sus dos noches. Anduve en hoteles baratos durmiendo en cuartos hasta de seis gentes durante dos semanas, hasta que en la oficina de becados me dijeron por señas que me habían encontrado una habitación de doce metros cuadrados. Un Hilton de estudiantes africanos, árabes y franceses sin muchos recursos.
Hace treinta y un años yo solo sabía que no iba a ver a mi familia por mucho tiempo, y que no iba a poner nunca una foto de mis viejos ni de mis hermanos en la pared o en una cabecera para no quebrarme y terminar por regresar a Guatemala en un bajón. Los recuerdos a veces son malos consejeros. No sabía lo que sería mi vida tres décadas después. R. era una niña de Bristol, Inglaterra, con 4 años de edad en ese momento y las posibilidades de que un día nos encontráramos y tuviéramos una historia de amor eran tan improbables como cruzarme con el verdadero Jack el destripador. Ignoraba todo de la vida afuera de mi familia. Todo de las habitaciones en donde viviría. De las noches sin sueño, de las horas estudiando el piano en un subsuelo. No sabía lo que era un invierno y nunca había visto la nieve, ignoraba todo de la gente de todas partes del mundo con la que iba a cruzarme en París en determinados momentos, de los amigos que tarde o temprano siempre se irían, de los libros que leería, de las mudanzas, de los largos años de psicoterapias y psicoanalistas. Tocaba muy mal el piano cuando llegué con el Premio Nacional de Guatemala por haber sido el mejor pianista del país. “Nunca he oído a ningún pianista peor que tú en mi vida”, me dijo mi maestro principal que sólo formaba a concertistas rusos, japoneses y chinos medio genios. Con toda la educación del mundo, tal cual, y luego me aceptó en su clase como quien adopta a un perro desahuciado y termina encariñándose con su lealtad. Un ser humano que tuvo una paciencia infinita para transmitirme el amor por la enseñanza y el respeto hacia la música. El mismo que cuando obtuve mi diploma me dijo: “Nunca he visto a nadie tan empecinado en estudiar y no querer tomar nunca vacaciones”. 
Son más de tres décadas,  y acá me ha tocado vivir de todo, y callarme de todo para que en mi familia no se preocupen más de la cuenta. Desde entonces me he acostumbrado a muchas cosas salvo a las despedidas en los aeropuertos, que es uno de los peores aconteceres del mundo. Con el tiempo incluso pude atenuar el sentimiento de inmigrante que sólo se conoce hasta que se vive en otro idioma, de la misma forma que el de la extrañeza cuando he vuelto de vacaciones a Guatemala y veo que el lugar que un día tuve, ahora ya solo es una cicatriz  de mi vida que se resume a un tajo de recuerdos de infancia, un viejo piano en casa de mi madre, y una caja con discos de vinilo y cuadernos que nunca más he vuelto a abrir. No sé cuándo empecé a soñar en francés y a mezclar los dos idiomas al punto de olvidar  y confundir algunas palabras.  Son más de tres décadas durmiendo entre los libros de mi biblioteca, un nuevo piano y algunas historias de amor pegadas en la piel. Sigo acumulando números, códigos, besos, odios por la espalda, bemoles en los dedos, y quién sabe cuántas calles llevo pegadas al Jeans.
Todo este tiempo viendo a la Torre Eiffel, que es la única mujer con la que probablemente nunca me he peleado, y de la que sospecho, vaya uno a saber si no me estoy enamorando seriamente después de tantos años haciéndonos sonrisas. Como millones de seres en el mundo también emigrar fue mi caso. Y aunque no fue en una embarcación sobrecargada en el mediterráneo, igual me tocó entender desde el primer día que nadie emigra ni deja a su gente si no es para salvar o mejorar sus condiciones de vida; o a lo sumo para agudizar su visión del mundo y recobrarse de las ilusiones perdidas. De ser así, solo queda pensar que aunque se vaya acabando, la vida está siempre que empieza.

París, inicio del otoño de 2016.


Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala

domingo, 11 de septiembre de 2016

Silueta de un naufragio por hambre infantil.

Photo © Marlon Meza Teni


Por Marlon Meza Teni

Creí que era un niño de Siria, o el fantasma de Aylan Kurdi, el niño que hace apenas un año apareció ahogado en una playa de Turquía cuando un grupo de inmigrantes intentaba atravesar un mar lejano para salvar la vida a causa de una guerra. Pero solo era una silueta desolada. Un tumor oscuro de un país en donde la gente se jacta de tener los mejores paisajes del mundo.
Casi todos conocemos la Antigua, hemos ido a Atitlán, al Pacífico, Tikal, Río dulce, pero cuántos de nosotros hemos ido a visitar el hambre y las huellas que va dejando la hambruna en algunas regiones, y que también nos pertenecen. Habría que visitar nuestros paisajes sombríos para saber cómo funciona toda la casa. Recorrer esa Guatemala en donde también existen naufragios por desnutrición infantil a pocos kilómetros del mar. No muy lejos de las carreteras por donde a menudo transitamos hacia los paraísos  más representativos de nuestras tarjetas postales. Pero a nadie le gusta ver el horror ni oler la hedentina de su propio patio, y con que la fachada esté presentable basta. Entérense para quienes no lo saben o el bienestar los empuja a olvidar: La muerte por hambre infantil está ahí nomás. Latente. Como un ave carroñera en territorios en donde no hay nada de peliculero. Panoramas rurales del retraso en el crecimiento, rincones repletos de anemia y sistemas inmunitarios completamente debilitados por falta de energía. Lugares en donde conviven el hambre extrema y la hambruna. Aunque cuidado, porque acá no estamos hablando del vacío en el estómago que nos pone de malhumor cuando no tenemos a la mano una fruta, un pedazo de pan, un menú McDonalds, el tortrix cotidiano, las papalinas, los tamales, los dulces típicos, las quesadillas, una coca cola; pues lo que para nosotros no pasa de ser una sensación de vacío, para mucha de nuestra gente es un alarido interno, un terremoto que resuena en las entrañas, y por donde se van abriendo grietas que como sea hay que repellar. Y no estamos hablando de Etiopía en donde las mujeres se amarran una piedra plana sobre el estómago para aliviar los temblores, ni de algunos países africanos en donde se ponen piedras en el fuego y se les dice a los niños que la comida se está cocinando para que se duerman mientras esperan. Ni de Haití donde se hacen tortillas con lodo para engañar al sistema digestivo. Sino del país en donde los diputados se aumentan el sueldo y en donde el actual Presidente de la República, que basó su campaña política en la alimentación y la educación, ahora le aumenta los viáticos a sus funcionarios (tan solo como una anécdota)
 Según datos de Unicef, Guatemala es el país de América Latina y el Caribe con el índice de desnutrición infantil crónica más elevado en niños menores de cinco años (49,8%), y el quinto en el ranking mundial. Pero atención… ¿Ironía del caso? también tenemos el décimo lugar en el ranking de obesidad en adolescentes menores de quince años (27% de los habitantes) Es decir que nuestro mapa nacional de paisajes nutritivos está también patas arriba.  Para variar loqueando, porque las calorías que le faltan a unos, a otros les sobran.  Así de clara y de ilógica es la repartición de energía que recibe un cuerpo humano en  el país de la eterna primavera, en donde este reparto desigual que pasa por la alimentación, provoca que los organismos no se desarrollen de la misma forma, y existan diferencias obvias en el crecimiento, y en procesos tales como la memoria, la atención, el lenguaje, la percepción, la solución de problemas o la inteligencia y planificación que involucran a las funciones cerebrales.
 Aunque lo interesante del caso es que aún nos vanagloriemos de pertenecer a un terruño con 37 volcanes y 23 lagos que forman parte de una naturaleza que ni siquiera fabricamos nosotros y que con suerte no destruimos aún en su totalidad, y que en paralelo tengamos mandatarios que anteponen su orgullo nacionalista a sus obligaciones, y en simultáneo permanecen impasibles ante el derecho a la alimentación de un porcentaje de la población, en su mayoría rural.
Paisajes humanos desolados que nos pertenecen y de los que también somos responsables hay de sobra. En el 2015 fueron 89 niños menores de cinco años los que perdieron la vida por falta de alimentación suficiente, y  4 de cada 10 padecen de desnutrición crónica en todo el territorio. Y si me equivoco en las cifras, búsquelas y entérese con su propia curiosidad, porque con un sólo niño que muera de hambre es suficiente para que ya ningún funcionario con un mínimo de dignidad acepte a que se le suba un quetzal de sueldo, ni de viáticos, ni de nada. No mientras existan en Guatemala niños que estén a punto de morir por desnutrición infantil, porque también ellos son parte de nuestra escena.
Al muñeco de plástico de esta fotografía en el puerto de San José me le acerqué, pero cuando lo levanté de la espuma y la arena del mar, se le desprendió la cabeza de plástico y salió un cangrejo con una trenza de algas marinas pestilentes. Y salté, porque cuando no funciona la vista funciona el olfato, o algún otro sentido.

   París, fin del verano de 2016. 


Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala.

Visitas compulsivas para desnudarse rápido.

Photo © Marlon Meza Teni
 
Por Marlon Meza Teni

Hasta la tarde en que A.B. Hansen y yo rompimos, yo no sabía lo que era el largo proceso de excusas y reencuentros de los que uno se sirve para prolongar una relación a través de las tonterías materiales. ‘Tengo que regresar a tu departamento porque olvidé un libro en tu biblioteca y sólo yo sé en donde está, pero quisiera que estés ahí’, me dijo una semana después de nuestra ruptura. Días después fue un arete, que resultó estar debajo de la cama. Más tarde un cepillo de dientes con hilos muy especiales. Un diario, un lapicero, una taza, unos guantes de invierno tejidos por una abuela cariñosa. Implacables excusas de la pasión que de pronto se aferraba a los objetos cuando en el orden emocional ya todo estaba perdido. Citas para recuperar lo absurdo y relanzar conversaciones agotadas, encuentros para abrazarse en medio del odio y la contradicción. Visitas compulsivas para desnudarse rápido y hacer el amor de forma despiadada después de haber encontrado el libro en un rincón común y corriente, el arete, el cepillo de dientes con hilos especiales, la taza rota, recordar, mientras fumaba desnuda, que los guantes los había perdido en el metro. Hasta que por fin un día la química del cuerpo provocada por la pasión se rechazó a otro tropiezo y fue el principio de un adiós irrevocable.
-Tengo que recuperar el inhalador Vicks que dejé la última vez en tu baño. Paso hoy en la noche.
-No te quiero ver más A.B., y un inhalador se puede comprar en cualquier farmacia.
– Solo lo recupero y me voy, no quiero que te sirvas de ese inhalador para tener la última palabra.
– No es cierto, lo busco y te lo dejo luego en el buzón.
– Las cosas no tienen porque hacerse a tu manera.
Le dije que no quería verla, y colgué furioso, y el teléfono sonó, y volvió a sonar para vociferar rencores, y escupir atrocidades. Ese mismo teléfono por donde habían pasado las garantías, los compromisos, la complicidad, el sonido de los besos, y que tarde o temprano se estaba convirtiendo en un arma decisiva y un árbitro injusto entre dos gentes que se destrozaban. La mejor excusa para tratar lo intratable sin necesidad de verse. A veces uno sobrevive a la distancia física, pero nadie sobrevive a los excesos telefónicos de un mal de amores. No existían los SMS que hoy día son más prácticos para romper relaciones largas en breve, pero ya era el peor invento que existe cuando el amor desespera.
Nunca encontré ese inhalador que fue el último desagüe por donde llegaron y salieron las palabras más hirientes, las llamadas intempestivas a cualquier hora de la noche, las súplicas íntimas, los pisoteos de lo que hubiera podido quedar como un recuerdo de la ternura y de la risa cómplice. Todo pasó por ahí, la denigración del otro, los insultos bajos, la difamación, el descrédito, las ofensas mutuas, los agravios, el crimen de los gestos delicados, de los recuerdos placenteros. Por primera vez descubrí que había palabras impensables que podían ser utilizadas hasta llegar a la más baja de las situaciones. Todo con la excusa de un inhalador Vicks que para mí era el pretexto de más, y para A. B. Hansen un abuso normal de mi machismo tropical. Quería recuperar un inhalador que por si fuera poco yo no veía ni encontraba en ninguna parte.
No lo encontré. Nunca. Hasta esta mañana, veinticinco años más tarde, al abrir una caja con viejos rollos Kodak. Y por fin entendí que cada vez que A.B. Hansen venía, era para esconder esas nimiedades y armarse de nuevas coartadas para vernos, o que quizá lo hacía para que tarde o temprano yo las encontrara y recordara, como hoy, no tanto los días en que nos habíamos querido, como las noches en que por teléfono nos habíamos destrozado. Todo había sido un exceso. Una forma humillante de terminar esa historia escondiendo objetos hasta agotar las palabras más deshonrosas. Así de indisociable es el amor del sufrimiento ocasionado por algo que creemos que nos pertenece para siempre. Nada más emblemático que un inhalador Vicks para encarnar una situación sofocante y con fecha de vencimiento. Septiembre de 1989, dos meses antes de la caída del muro de Berlin. Lo extraño del caso es que A. B. Hansen y yo estábamos en 1991, dos años después de esa fecha; es decir, cuando su dispositivo farmacéutico también había cumplido el plazo. Lo tengo acá y lo acabo de abrir, y de respirar profundo para ver si a pesar del tiempo hay algo ahí. Pero sólo encontré estos recuerdos que ya no me provocan nada. Ni siquiera el miedo a que veinticinco años más tarde el teléfono suene de pronto y sea ella, y yo le pregunte ¿Escondías las cosas a propósito, verdad? ¿Pero ves? encontré el inhalador, y aunque no me lo creas todavía tiene un ligero aroma a hierbabuena. Pero sería mentir otra vez más.

 París, verano de 2016.

Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala

viernes, 19 de agosto de 2016

La muerte en la orilla.



Photo © Marlon Meza Teni

Por Marlon Meza Teni


Hoy hace más de tres décadas me subí a un carro por error. Iba a comprar una coca cola, y en la tienda de la cuadra alguien me invitó a subirme a un carro al que acababan de repararle una pieza. "Subite, solo le vamos a dar una vuelta a la manzana". Pero no fuimos a dar una vuelta al barrio, sino a un anillo periférico que en 1980 estaba vacío.  A150 kms por hora. Iba en el asiento de atrás del piloto y aunque parezca horriblemente pretencioso decirlo pero desde el principio supe que tendríamos un accidente cuando arrancamos. Todo pudo suceder en cualquier sitio en donde rebasábamos a los pocos carros de entonces sin ninguna consideración, rozándoles las portezuelas y obligándolos a que se hicieran a un lado. En cualquier sitio, pero sucedió al final de la recta, entre el puente de la avenida San Juan y el puente de la Roosevelt, y aún hoy lo veo durante ciertas noches cuando me despierto agitado. El carro que se desliza fuera de control, las llantas que se hunden de mi lado, el armatoste que salta, y el pavimento a dos centímetros de mi ventanilla mientras empezamos a volcar. Oigo los ruidos del metal y el de los vidrios rotos con cuatro seres librados a la buena o a la mala suerte adentro. Primera vuelta y el sonido de los fierros abollándose. La imagen de mi abuela y la de mi papá en mi funeral. Segunda vuelta, los vidrios que entran por todos lados y el chirrido de los carros que empiezan a sonar bocinas y frenar detrás. Tercera vuelta y la espera con los ojos cerrados de aquel pedazo de puerta que se desprendió para volarme probablemente una parte de la cabeza o el brazo derecho. La oí pasar al lado pensando que venía a degollarme mientras yo seguía aferrado a un agarrador. Y entonces volví a ver a mi abuela, que había ya perdido a tres hijos y que estaba a punto de perder al nieto en quien había focalizado todo el amor que le quedaba. Luego vi la cara de mi viejo y poco a poco la de mi mamá y mis hermanas, oí el timbre del teléfono de mi casa y la voz que anunciaba la noticia de mi muerte en un accidente. Fui incluso testigo del silencio que precede al acabose, hasta que el carro se detuvo con las llantas hacia arriba, y fuimos saliendo de aquel espacio de fierros enredados  entre el olor a sangre y gasolina. Estábamos vivos pero considerablemente heridos. Yo tenía la cabeza abierta, una herida sangrándome en la pierna derecha y dos cervicales que quedaron rotas hasta el día de hoy. ('Un centímetro más abajo y hubiera sido la silla de ruedas para siempre' me diría el doctor más tarde) hay sangre por todos lados. En ese momento yo no sé que un día seré pianista, pero veo que tengo las yemas de los dedos ensangrentadas. El resto sigue, los gritos de la gente convertidos en sirenas de bomberos y de la policía, el llanto histérico de alguien que ha presenciado todo y que se ha puesto a orar sobre la acera, la gente que sale por decenas de la nada en busca de un escenario lúgubre para oler la sangre, recoger lo que quedó en el pavimento, robarse los retrovisores y los parabrisas. Un frío me recorre la espalda, me siento en la acera y me dejo caer sobre la grama. Hace 36 años todo pudo acabar, pero atravesé la muerte por un estrecho corredor que aún hoy me produce escalofríos. Cada año para esta fecha, pienso en cuántas cosas habría perdido y en las cicatrices que hubiera ocasionado sin lugar a dudas en la memoria de mi gente antes de tiempo. El accidente duró cuatro o cinco segundos a lo sumo. Un brevísimo pero eterno espacio de tiempo decisivo en donde se habían tirado los dados de la vida y la muerte. Un cara o escudo que me hubiera privado de experimentar el goce de los libros, la humedad de los cuerpos, la música y los labios femeninos. Cada vez que vuelve agosto estoy consciente de que en silla de ruedas nunca hubiera podido viajar por el mundo, ni cargar una mochila.  Así que de aquel accidente festejo los inconvenientes y los imprevistos que me da hoy la vida. No era yo quien manejaba, pero desde ese día decidí que nunca iba a manejar y que haría algo más productivo de mi tiempo en lugar de estar haciendo estupideces y bocinando en las calles. Saqué mi licencia de manejar más tarde, y la utilicé algunas veces para probarme que si era capaz de conducir, pero las pocas veces que lo hice pensé que era tiempo perdido, y me dediqué de lleno a leer libros. Es obvio que tengo un bloqueo con el mundo de los automóviles y de sus autopistas ya que no me interesan en lo absoluto. Cada 12 de agosto, quiera o no, en mi cabeza es un quilombo de preguntas y de pesadillas. A veces la veo en algún lado de la acera y sé que es ella, el ángel de la muerte que me observa, que me invita a hablarle o quizás solo a que crucemos nuestros rumbos. Antes de que vuelva la hora, sin previo aviso. Esa que no me va a fallar una segunda vez.


París, verano de 2016.




Publicado en el suplemento cultural
del Diario La Hora de Guatemala.

sábado, 9 de julio de 2016

Mapa de azares de Francia 98 a Francia 2016.

 Por: Marlon Meza Teni



Uno de mis pequeños sueños de niño era vivir un día un mundial de fútbol en el país organizador. Y esperé muchos años el de 1998 en Francia con la íntima convicción de que antes de eso no podría moverme a otro lado. Recuerdo que tenía pensado agarrar mis dos mochilas para irme al Tibet o a la Patagonia cuando todo terminara. Se lo dije a mi banquero y a un par de amigos. Pero pronostiqué en las quinielas una final entre Francia y Brasil, y le aposté 700 francos franceses (el equivalente a 106 €uros en moneda pero no en costos de vida en ese entonces. Una fortuna) a un hipotético 3 a 0 a favor de Francia. Me dijeron que estaba loco porque Francia no pasaría la primera ronda, y que estaba malgastando mi dinero. Pero gané. Ganamos quienes entonces creíamos en un equipo multicultural con Zinedine Zidane, Thierry Henry, Lilian Thuram, Emmanuelle Petit y todos los demás. Y al día siguiente saqué la Pentax y tomé fotos de las calles y de la gente feliz como si con aquella apuesta hubiera contribuido a la felicidad ajena. También tomé muchas fotos del equipo en un Car, de esos que parecen fabricados sólo para los triunfos, subiendo los Campos Elíseos con la copa del mundo -intentando abrirse paso en medio de 500,000 aficionados- hacia el Arco del Triunfo.
De Izquierda a derecha Fabien Barthez. Vincent Candela, Youri Djorkaeff, Laurent Blanc (levantando la copa del mundo) Lionel Charbonier, subiendo la avenida de los Campos Eliseos, después de haber ganado el mundial de 1998. Photo © Marlon Meza Teni. 1998.

Thierry Henry, Marcel Desailly (con la copa del mundo en las manos) Bixente Lizarazu, subiendo la avenida de los Campos Eliseos, después de haber ganado el mundial de 1998. Photo © Marlon Meza Teni. 1998.
Thierry Henry, Emmanuel Petit, Robert Pires, Lilian Thuran, Marcel Desailly, David Trezeguet, en el car subiendo la avenida de los Campos Eliseos, después de haber ganado el mundial de 1998.
Photo © Marlon Meza Teni. 1998.
El preparador físico. Luego Didier Deschamps (hoy entrenador de la actual selección) y Christian Karembeu, en el car subiendo la avenida de los Campos Eliseos. Photo © Marlon Meza Teni. 1998

 Fabien Barthez. Vincent Candela, Youri Djorkaeff, Laurent Blanc. Photo © Marlon Meza Teni. 1998.

Photo © Marlon Meza Teni. 1998.

 Photo © Marlon Meza Teni. 1998.

Dos días después deshice la primera mochila en mi departamento del Père-Lachaise; y tres días días después deshice la segunda, cuatro días después deshice el poder abrasador de las convicciones y me acosté a dormir con toda la falta de humildad que conlleva seguir considerándose el centro del universo. Pero las ofuscaciones de la mente me duraron poco, y me quedé en París, como esos hombres que no pueden vivir más con una mujer a la que no soportan y que tampoco la pueden dejar porque creen que siempre habrá días mejores. Y los hay. Y no me arrepiento de estar aún acá, viviendo 18 años más tarde la Eurocopa 2016, y a pocas horas de que empiece una nueva final con Francia de favorito. Arriba corazones.  


(Gracias a Emmanuel Petit, a quien conocí hace pocos meses en el Salon del Libro de París y a quien tuve la ocasión de contarle esta historia de caminos cruzados, y se rió mucho cuando le dije que su gol contra Brasil -el número 1,000 en la historia del equipo de Francia- marcado en el último minuto, me había hecho ganar una apuesta un tanto absurda)

París 9 de julio de 2016.



Photos © Marlon Meza Teni. 1998.